Retomando el capítulo X de El Sentido Religioso este verano, una de las cosas que constaté es que yo no había hecho verdadera experiencia del recorrido que allí se nos propone. Podría decir que lo había entendido “teóricamente”, se podría decir, pero delante de mí se abrió un camino a recorrer.
A raíz del trabajo sobre el capítulo X, y posteriores, he percibido un cambio en mi relación con la realidad especialmente en mi trabajo, en el colegio con mis alumnos. Es algo que ha sucedido poco a poco, gota a gota desde el comienzo de la Escuela de comunidad, pero que se me hizo evidente hace un par de semanas.
Yo trabajo en un colegio concertado, imparto en la ESO la asignatura de Tecnología y soy tutora de un curso de 3º de ESO. A mí la enseñanza me encanta, pero también me estresa muchísimo. En el tran tran del día a día en el colegio, debido a que tengo un horario de 25 horas con alumnos en jornada partida tres días y corrida dos días, impartiendo una asignatura que se da en un taller en la que los críos tienen que manejar herramientas peligrosas, teniendo que atender padres todas las semanas, etc.; normalmente no consigo pararme ni un segundo durante todas las horas que paso en el cole. Esto hace que normalmente salga del colegio por la tarde ahogada, cansada y muchas veces de mal humor. Me sucede que cuando un chaval se pasa de la raya yo voy aguantando, con la paciencia que tengo hasta que ya no puedo más y movida por un impulso casi de venganza le pongo una sanción bien dura, no sin haber pegado un buen grito.
Sin embargo algo ha empezado a cambiar en mí en estos meses, y ha sido principalmente en el modo de mirar a mis alumnos. Está sucediendo que cuando un alumno se me pone pesado y me está rompiendo la clase, en el instante en que decido sancionarlo me paro y le miro, en ese momento, que es una micra de segundo, me pregunto: ¿Quién es? ¿Quién me lo ha puesto ahí? ¿Qué tiene en el corazón? En ese momento mi actividad es una pasividad, en ese instante me doy cuenta de mi alumno como una presencia, como algo dado, y comienzo a conocerlo de verdad, en relación a su destino que es igual que el mío. A partir de ahí, la posible sanción o condonación de la misma no es fruto de una reacción mía sino de un afecto al destino del chaval. Y me está poniendo en acción, me mueve a ir al fondo del problema de conducta que tiene el chaval, ya sea hablando con el tutor, o incluso citando a sus padres para comprender mejor por qué el chiquillo actúa así. Los frutos aparecen rápido. El caso de un chaval que no hace nada en ninguna asignatura, lo único que hace es molestar, hablar y moverse por la clase. Está en 2º de ESO, no tiene un pelo de tonto pero no quiere estudiar. Cada vez que le decía que se sentara, se sentaba en el suelo para fastidiarme y enojarme. En un trimestre no ha hecho nada. Ahora lleva dos semanas que se sienta a mi lado e intenta hacer algo, ya no se levanta, se ha comprado el libro de texto y la libreta y los trae a clase y el lunes me rellenó el primer examen de todo lo que llevamos de curso. El otro día me dijo que se quería morir y le dije que para mí eso sería una faena, que me dolería muchísimo que se muriera; me miró y me dijo: "Es usted la única persona a la que le dolería que yo me muriera".
Igualmente he empezado a ser cada vez más libre en el colegio. Llevo en este colegio cinco años, y no ha sido hasta este curso que mis compañeros saben que soy católica, he dejado de tener cierto miedo o vergüenza a manifestar quién soy y a quién pertenezco o de hacer ciertos juicios en alto, normalmente siempre me he callado. Me doy cuenta de que esto me está sucediendo por caer cada vez más en la cuenta de que no me hago a mí misma ni hago la realidad, sino que dependo. Siempre he sido una persona terriblemente racionalista y podríamos decir positivista (que no positiva). Siempre he intentado con mis fuerzas y mi inteligencia resolver las situaciones y problemas que se me ponían por delante. Pero en un colegio esto se hace cada vez más difícil al ver la situación en la que se encuentran muchos de los chavales. Gracias al trabajo de la escuela me doy cuenta de que estoy ante una decisión dramática, y que implica siempre un riesgo: o sigo intentando con todas mis fuerzas resolver los problemas (al final acabo amargada y asfixiada y enfadada con todo el mundo) o me abandono en manos de Otro. Este abandonarse no es un no hacer nada. Es, en primer lugar, acoger la realidad tal como se me presenta, reconocer que no la hago yo, reconocer que no soy Dios, que yo dependo, y por tanto actuar con las herramientas que Otro va poniendo delante. Un ejemplo. Una alumna de 4º de la ESO está teniendo problemas desde 2º, llevo dos años pensando estrategias para invitarla a alguna salida de bachilleres. En diciembre teníamos una salida y yo cambié de método, en lugar de pensar una estrategia me puse a pedir. Un día se me acerca la chavala y me dice que necesita algo nuevo, que necesita algo que le ayude a vivir; yo sencillamente la miré y le dije: ¿qué haces este puente? Y se vino con nosotros, y ha venido a un par de escuelas. De nuevo un ejemplo donde verifico que la primera actividad es una pasividad, acojo lo que Otro me pone y, a partir de ahí, me muevo.
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