Martín siempre sale el último al terminar la clase. Le queda una última pregunta que hace cuando todos los alumnos ya han salido. «Usted está equivocado», me dice al final. Y añade «La mayoría de la gente piensa de otra forma». Y siempre le respondo lo mismo: «Si yo no tengo razón, ¿por qué me persigues con tus preguntas y me repites día tras día lo mismo? La mayoría de la gente, como tú dices, no hace eso».
Al comenzar el curso Martín no está, se ha marchado lejos, para ir a vivir con su padre. Casualmente cada día, para llegar al instituto, tengo que pasar por delante de la casa de su madre, dónde él vivía, y pienso en qué será de él y de la pregunta que lleva dentro. En ese momento, pido por él cada día, porque la contienda que se entre él y yo todavía sigue sin resolver. Me parece que estoy esperando cada día, como el padre del hijo pródigo, la libertad de un hijo que se ha marchado lejos.
Llevamos dos meses de curso. Salgo del instituto para tomar un poco el aire en un intermedio de clase y, contra toda probabilidad, me encuentro a Martín en la puerta. Me da un fuerte abrazo y me cuenta que viene a trasladar de nuevo la matrícula a nuestro instituto porque se viene a vivir otra vez aquí. «¿Le sorprende que haya vuelto, profe?», me pregunta. «Martín, ciertamente yo no sabía qué iba a pasar, pero sí estaba seguro de que algo ha sucedido entre nosotros y que todavía tus preguntas no tenían respuestas satisfactorias. ¿Quién te ha alcanzado y ha abierto en ti todas esas preguntas? Durante todo un curso te has rebelado de una forma u otra frente a las cosas que digo en clase. Es hora de que las mires a la cara. Podemos hacerlo juntos». «Sí», me responde, «yo también lo sé, por eso me alegro de haber vuelto».
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