Hace un año que conocí a Mario, un rumano sin trabajo que tiene una familia con su mujer, sus dos niñas y sus padres, todos dependientes de él. He estado alguna vez en su casa porque me ha invitado. Limpia los cristales de los coches junto a un semáforo para poder llevar comida a casa. Cuando llego al semáforo charlo un rato con él, aprendo algo de rumano, le pregunto por su familia y le dejo algún dinerillo de ayuda.
Al terminar las clases algunos alumnos vienen conmigo en el coche de vuelta a casa. Esta vez me acompañan Manute y JP. Después de pararme en el semáforo de Mario empiezan a protestar: “No es bueno dar dinero así a la gente. Además es el gobierno quien debe solucionar este problema. No deberías darle, profe, te puede estar engañando”.“¿Sabéis por qué le ayudo?”, les dije. “No porque yo sea mejor que los otros conductores que están en el semáforo, sino porque una vez un amigo me hizo darme cuenta de que yo también soy pobre, porque lo que más necesito no puedo dármelo a mi mismo. Tengo que mendigarlo cada día, soy un mendigo como Mario”. Él me recuerda cada día cuando nos vemos.
Al día siguiente volvemos a casa juntos en el coche. Al pasar Mario no está junto al semáforo, así que sigo adelante. De repente Manute y JP empiezan a gritarme: “¡Para! ¡Frena! ¡Mario está al otro lado!”. Efectivamente, viene corriendo desde la otra acera para saludarnos.
Ahora, cada día, al salir de clase los chicos me recuerdan: “¿Tenemos hoy algo para Mario? Luego puede que el semáforo esté en verde y no podremos parar.”
A.B.
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