PRIMERA PARTE
Dios existe, Dios no existe. Es la discusión que se plantea en una clase de Bachillerato. Todos hablan al mismo tiempo y se forma un barullo. Tras un rato de inútil discusión, intervengo: «Esto sólo lo podréis juzgar desde vosotros mismos, es decir, mirando vuestra experiencia cotidiana. Por ejemplo: «Ayose —me dirijo a un alumno a quien había visto con una chica de la mano por los pasillos—, tu novia, ¿te quiere?». Responde rotundamente: «Claro, profe». «Pero tú dices que Dios no existe», continúo yo. Ayose: «Claro, profe». «Pues esas dos afirmaciones son contradictorias. Si Dios no existe entonces el hombre —es decir, tú, tu novia— es pura materia, es totalmente fruto de la evolución de la materia que ha llegado hasta vosotros a través de los genes de un padre y de una madre, genes que, como has estudiado en ciencias, lo determinan todo, y todo está determinado de antemano. No hay espacio para la libertad. Si en el origen del hombre no hay una voluntad libre que le crea, la libertad no existe». Ayose me mira extrañado: «¿Qué quiere decir con eso?». «Quiero decir que, en el supuesto de que Dios no exista, tu novia no te quiere. En realidad se trataría sólo de una substancia en su cerebro que le obliga a quererte. Nada más. Cuando la reacción química cerebral disminuya, ya no te podrá querer». Reflexionan todos en silencio. Yo continúo: «Mira tu experiencia. ¿Te es suficiente con que el amor de tu novia sea una reacción química cerebral e involuntaria? ¿Quieres que tu novia te ame sólo por una reacción química?». «¡No!». «¿Esperas ser amado libremente?». «¡Por supuesto!», dice ahora casi protestando. «¿Cuántas veces al día le pides que te diga que te ama?». «Muchas, profe», me responde poniéndose un poco colorado delante de toda la clase. «Y ¿eso no es una impertinencia?», le digo yo. «¿No te basta con que te lo haya dicho hace un año?». La respuesta de Ayose ahora ya es casi un susurro: «No». «Porque necesitas que hoy, esta tarde o esta noche, se vuelva a dar la respuesta libre de tu novia: “Te quiero”».
La clase se queda suspendida en silencio. Ayose se queda pensando: «¡Profe, yo no puedo renunciar al amor de mi novia!». «Entonces es que toda tu humanidad grita a Dios. Yo tampoco estoy dispuesto a renunciar a mi propia humanidad que le grita a Él».
SEGUNDA PARTE
Tras la clase salimos al recreo. Yo me voy a una cafetería cercana al instituto donde me suelo ver con algunos estudiantes de Bachillerato para desayunar. Nada más sentarme delante del café, llegan unas alumnas a quienes conozco sólo de vista porque no son de mi asignatura. Un tanto alteradas se dirigen a mí para preguntarme por lo que acabo de decir en clase. «Pero ustedes no están en mi clase», les digo extrañado. Resulta que son amigas de mis alumnos y Ayose les has explicado hace unos instantes la conversación sobre la libertad y el amor de su novia. Una de las chicas, Kimberli, se declara atea: «Yo no tengo ningún problema con eso, porque el amor son sólo sentimientos que vienen y van». «Si no tienes ningún problema, ¿por qué vienes a buscarme ahora?, ya que no estás en mi clase y nunca hemos hablado hasta hoy». Me mira y no responde. De nuevo repito lo que acabo de decir en clase hasta que llega la hora de volver al instituto. Kimberli se despide diciéndome: «Nada es para siempre».
Ha pasado un mes. Por los pasillos veo a Kimberli, a quien desde la conversación en la cafetería saludo con especial afecto. Veo que hoy tiene mala cara, y me rehúye la mirada. Un poco indiscreto me voy hacia ella pensando que está enferma. No dice nada. La amiga que la acompaña es más indiscreta que yo: «Profe, es que la ha dejado su novio». «Kimberli, ¿no quedamos en que nada es para siempre?», le pregunto de manera provocadora. Kimberli no contesta. «Pero no es verdad. No tendrías esta cara de tristeza si antes no hubieras percibido claramente la promesa de bien, de “para siempre”, desde el momento en que te enamoraste, antes incluso de que él se te declarara. Tu corazón grita un Amor del cual el amor de tu novio era sólo un pobre signo. Por eso decir que eres atea es algo artificial en ti. Cuidado con que o das crédito a tu propia humanidad, o, de lo contrario, cedes a la ideología que te rodea, a lo que dicen los demás».
Kimberli no me ha vuelto a hablar del asunto. Pero ahora cuando me ve sonríe.
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