Comienza el curso.
Siempre el imprevisto nos recuerda a mis alumnos y a mí que hay mucho más que lo que está en nuestros programas para el curso. A media mañana un alumno, Alberto, abandona el instituto con lágrimas mal contenidas en sus ojos. Tiene 17 años y su padre acaba de fallecer. Al terminar las clases, consigo contactar con él a través de los chats telefónicos. Está mal. No se esperaba la muerte de su padre a pesar de su enfermedad. Quedamos para vernos en el duelo. Horas después, subo las escaleras del tanatorio intentando distinguirlo en medio de tanta gente. Él me ve y viene a mi encuentro. Un abrazo prolongado, mientras llora en silencio. Me lleva de aquí para allá presentándome a la familia, una viuda que llora procurando contenerse, unos hermanos, unos tíos. Me lleva de un lado para otro para que los conozca y salude a todos, me presenta a todos. Me doy cuenta que algo en él ya no es igual que antes. Ha empezado a suceder algo diferente, que no procede de los datos que hasta entonces Alberto había podido registrar: muerte, dolor, tristeza, desamparo, soledad. En su mirada, y en una sonrisa apenas esbozada, se denota ahora que ha comenzado a respirar. Celebramos sencillamente las exequias. Le dije a toda la familia que yo no había ido a disimular o entretener la tristeza y el desconsuelo que Alberto y todos ellos sentían, sino a gritar con ellos, convirtiendo nuestro grito en algo más humano, razonable y lleno de afecto, dándole la forma de petición.
Al día siguiente en clase. Todos sabían lo que había pasado, porque Alberto en sus mensajes les había contado lo que había sucedido en el entierro de su padre, lo del profesor, lo que dijo a su familia, lo que comentaban su madre y sus hermanos, todos los detalles. Me dirijo a los alumnos: «¿Qué ha sucedido? La Presencia que espera el corazón de Alberto y de cada uno de vosotros, ¿es un invento mío para convenceros de la validez de lo que digo en clase o no? Juzgad. En los primeros mensajes sólo había tristeza, desesperanza y dolor. En los últimos mensajes había otra cosa más, y Alberto os contaba lo que había visto y oído. No es que desapareciera la tristeza pero su corazón, infaliblemente, pudo reconocer una esperanza en Alguien que estaba aconteciendo».
Silencio en la clase. Es el reverberar de una Presencia.
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