Al leer la encíclica Caritas in veritate, he recordado inmediatamente un pasaje de un texto de Don Luigi Giussani, en el que decía que «la civilización no es el resultado clamoroso de la acción, sino el fruto de la conciencia que genera la acción». Toda la encíclica de Benedicto XVI está traspasada por esta certeza, y por eso no es una carta sobre la cuestión social estricto sensu, sino una reflexión integral sobre el hombre y su cultura, sobre su protagonismo en la historia. Y lo más revolucionario es que el Papa se atreve a decir que la caridad (o sea, el amor de Cristo acogido y vivido) es la matriz de una cultura nueva, de la que nacen las obras que hacen posible el verdadero desarrollo.
Decía también don Giussani que «sin la caridad, la civilización al progresar franquea un umbral y decae, hasta convertirse en violencia». Es algo que se advierte especialmente en el campo de lo que el Papa denomina en CyV «el absolutismo de la técnica». La gran cuestión de la modernidad que abandonó su raíz cristiana es precisamente la sustitución de la caridad (cuya noción ha sido sistemáticamente desgastada, desvirtuada y caricaturizada) por la pretensión de la política y de la ciencia de asegurar el bien y la felicidad del hombre.
Vaya por delante que todo el magisterio de Benedicto XVI reconoce el valor de la política y de la técnica, pero señala implacablemente su límite intrínseco. Cuando pretenden saltarse la libertad del hombre, cuando pretenden sustituir el concurso dramático de su razón y de su libertad en pos del bien, entonces generan monstruos que se vuelven contra el propio hombre. Ahora, en CyV, el Papa advierte que, tras el fracaso de las grandes ideologías políticas del siglo XX, el riesgo es que la técnica se convierta ahora en un poder absoluto, es decir, en una nueva ideología que se presenta como la liberación de toda dependencia y la garantía de la libertad. Pero como advertía sagazmente don Giussani, si falta la caridad, el progreso (la acumulación de riqueza y de poder) se vuelve violencia contra el hombre. Lo vimos en los sistemas totalitarios y lo vemos ahora en las diversas formas de la cultura de la muerte, con la diferencia de que éstas pueden incrustarse de manera aparentemente blanda e indolora en nuestra vida cotidiana, adormeciendo lo humano.
Por el contrario la caridad reclama siempre la centralidad de la persona, de su razón y de su libertad. Es el movimiento de respuesta de quien se ha conmovido por el don de la vida, por el amor gratuito que ha salido a su encuentro. Lejos del sentimentalismo y de la irrelevancia histórica, la caridad nace del juicio de la razón (de ahí el vínculo indisoluble entre caridad y verdad, que el Papa pone en evidencia) sobre el bien radical que es la existencia, la propia y la de los otros, y se convierte en un ímpetu de construcción y de servicio. Además la caridad genera unidad, sostiene un trabajo común más allá de gustos y sensibilidades, y es por tanto el tejido de una comunidad armónica. Como documenta y detalla ampliamente la CyV, de la caridad nacen las obras y de esta forma sirve decisivamente al progreso, genera una civilización a la medida del hombre.
Como dice con extraordinaria belleza Benedicto XVI, «la conciencia del amor indestructible de Dios es la que nos sostiene en el duro y apasionante compromiso por la justicia, por el desarrollo de los pueblos, entre éxitos y fracasos, y en la tarea constante de dar un recto ordenamiento a las realidades humanas... aun cuando no se realice inmediatamente, aunque lo que consigamos sea siempre menos de lo que anhelamos».
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