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MUSICA

Un concierto para no olvidar

Ángel Misut
03/02/2015
Ton Koopman.
Ton Koopman.

Era una de las citas más esperadas de la temporada. Ton Koopman dirigiendo Bach. Solo esta pequeña referencia, sin más aclaración, es suficiente para provocar inquietud en la mayoría de los aficionados a la música clásica. Ton Koopman está considerado como uno de los grandes especialistas actuales –sino el mayor– en el gran maestro alemán. En consecuencia, su mera presencia ya despierta un gran interés, pero si además, como es el caso, se enfrenta a la Gran Misa en Si menor, cuesta trabajo decir no a la propuesta.

La cita era el pasado fin de semana en el Auditorio Nacional de Madrid. La Orquesta y Coro Nacionales de España brillaron a gran altura, siguiendo la batuta del maestro holandés. Con sus setenta años recién cumplidos (octubre de 1944), Koopman se muestra en plena madurez y con una dirección tremendamente didáctica, preñada de gestos y ademanes, incluyendo los de su rostro, con los que indica todos los matices que quiere inducir en los músicos, con cada una de las notas de la obra.

La Gran Misa en Si menor es, sin duda, una de sus obras favoritas, y esta predilección se refleja en un rostro amplio y feliz, que se mantuvo extraordinariamente expresivo de principio a fin. La obra es brillante y Koopman hizo brillar a los músicos en cada uno de sus fragmentos, hasta tal límite que el oyente podría fácilmente alcanzar momentos de éxtasis, si no fuera por las continuas toses entre fragmento y fragmento, tan habituales en el Auditorio de Madrid, siempre rayando entre el mal gusto y lo cómico, pero que en esta ocasión venían en auxilio del espectador para volver a fijarlo en la realidad, como queriendo decir: ¡No estás soñando!

La obra es impresionante y a sus dos horas de duración, siguiendo puntualmente el rito católico, porta toda la capacidad técnica y creativa del genio de Weimar. Es sorprendente en un músico convencidamente luterano, como Bach, que dedicara tanto esfuerzo a una misa católica, pero tiene sus razones. El inicio de la obra data de 1733, cuando Bach trabajaba en las dos iglesias más importantes de Leipzig. Augusto III es elegido nuevo príncipe elector de Sajonia y, dada su condición de católico, Bach deja a un lado sus convicciones para escribir una obra que pudiera ser de su agrado y que sirviera para afianzar su posición social y económica. ¿Y qué puede agradar más a un príncipe católico que una misa dedicada? Tres años después Bach recibiría el premio a sus desvelos y sería nombrado compositor de cámara de la corte, lo que vendría a consolidar más una posición económica ya de por sí desahogada.

La obra quedó así, pero pocos años antes de morir (1747), Bach sintió la necesidad de retomar la obra y reformarla. ¿Por qué un luterano convencido puede albergar el deseo de construir una monumental misa católica? El caso es que se puso manos a la obra en un trabajo que le llevó dos años, sustituyendo algunas partes con materiales de nueva producción, e incorporando otras, consecuencia del reciclado de algunos antiguos materiales. La resultante es una magnífica obra, de colosales proporciones, que recoge toda la capacidad de Bach, así como la evolución de su extraordinaria técnica a lo largo de los años.

Una de estas partes recicladas es el excepcional Agnus Dei, posiblemente el fragmento que constituye el punto álgido de la obra, el de mayor intensidad y belleza. Construido sobre un tema tomado de su Cantata para el día de la Ascensión, el Agnus Dei se desarrolla impregnado de una serena tristeza, fruto de la nostalgia de una presencia anhelada, o de la sensación de que uno se puede estar perdiendo algo importante.
En definitiva, un concierto para no olvidar.

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