«Por mi parte, vuelvo más que nunca al punto de partida, el cristianismo. El futuro del mundo está en su pasado y la sabiduría última en la cruz. Un día escribí que sólo Cristo puede liberarnos, ese sentimiento surgió de lo más profundo de mi corazón, no con palabras, sino con la renuncia a poner la esperanza en la música por sí sola. Esta música no se ecribe, no se canta, pero nosotros la sentimos en nuestro sufrimiento, y Dios la escucha…». Con estas palabras confesadas en una carta dirigida a la condesa Marie d’Agoult, Franz Liszt (1811-1886) declaraba su deseo de encontrar algo tranquilo y calmado, y la necesidad de parar y reflexionar sobre las grandes ideas que sacudían su mente.
Idolatrado por el público en las salas de conciertos y en los salones más importantes de la nobleza europea, con tan sólo 35 años, el maestro húngaro decide así retirarse de la escena y, en un largo y arduo camino de ascesis espiritual – que en 1865 le llevaría a recibir las órdenes menores en el Vaticano – dedicó la mayor parte de su energia creativa de su madurez a la composición de obras sacras; todas ellas páginas por descubrir y valorar, como el Via Crucis para coro, cantantes solistas y piano, finalizado en 1878 pero que no sería interpretado por primera hasta el año 1927, en Budapest.
Las etapas musicales que acompañan la subida al Calvario contribuyen a la elaboración de un políptico de intensa dramaticidad, donde el piano, el instrumento favorito de Liszt, se constituye como centro de gravedad expresivo de la obra, llamado a jugar un papel unas veces de acompañamiento casi orquetal (a través de acordes potentes que van de arriba abajo en una partitura densa y con numerosas referencias), y otras de ligera evocación poética, reforzada por audaces combinaciones armónicas casi impresionistas, para subrayar los pasajes de intensa reflexión, en los que el lenguaje se hace más solemne y austero, casi descarnado, para a continuación entregar el teclado a cascadas de notas dispersas en un tiempo significativamente dilatado (las últimas tres estaciones ocupan casi la mitad de la duración total del Via Crucis).
Y aunque las breves intervenciones de las voces solistas ponen en primer plano a los personajes principales – Jesús, Pilatos y las tres Marías (llamadas a cantar la primera estrofa del Stabat Mater) – las partes corales que parten de la entonación gregoriana del himno procesional Vexilla regis presentan una textura cristalina que recuerda la polifonía de Palestrina, o el O crux del inicio, con un sello bachiano derivado de la tradición coral luterana (VI estación) hasta llegar a un final casi brahmsiano en el Ave crux conclusivo.
Un mundo rico en referencias simbólicas y musicales, investigado con la intensa participación del maestro Jaan-Eik Tulve que, al frente del Ensemble Vox Clamantis y con la participación del pianista Jean-Claude Pennetier, parece dilatar el nivel idealmente esperiencial en el lapso de tiempo que transcurre entre la condena a muerte de Jesús y la deposición de Su cuerpo en el Sepulcro, a través de un estilo de interpretación cuidada y con una expresión profundamente contemplativa, a la que se confía la tarea de amplificar los sentimientos que despiertan estos misteriosos acontecimientoes en el corazón del oyente.
(traducido por Ángel Misut)
FRANZ LISZT
Via Crucis
Jean-Claude Pennetier, Vox Clamantis, Jaan-Eik Tulve
Mirare / Ducale (2013)
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