Entramos en la iglesia parroquial de Santa María de Leuca, una pequeña joya situada en el punto más meridional del “tacón de la bota italiano”. Participamos en un encuentro de obras sociales y, tras la sesión de trabajo de la tarde, nos anuncian un momento cultural. No sabemos de qué se trata, pero delante de la escalinata que lleva al altar, un piano de cola sugiere que allí va a suceder algo interesante.
A la hora prevista, uno de los organizadores toma el micrófono y nos desvela el contenido de ese momento cultural, que con tanto cuidado han mantenido en secreto hasta ese preciso instante. Se trata de Marcelo Cesena, un pianista brasileño de origen italiano y afincado en Los Ángeles, que alterna sus conciertos de música clásica con la composición de música para películas y conciertos sobre sus propias obras.
El protagonista del evento sale a escena y se sienta ante el teclado, comenzando a desgranar los acordes de su primera interpretación. Es un hombre de aspecto cuidado, que representa menos edad aún de la que tiene (43 años). Esperaba un concierto al uso, pero el intérprete me sorprende y, tras su primera obra, coge el micrófono y comienza a hablar de su vida – una vida acomodada en un barrio residencial de Sao Paulo –, y de cómo llegó su pasión por el piano.
Él ya amaba la música porque sus padres solían llevarlo a la ópera, pero no había dado ni un solo paso más hacia la interpretación. Pero una tarde sucedió algo inexplicable. «Unos amigos de mis padres vinieron de visita a nuestra casa, con su hijo de quince. Cuando vieron que en el salón había un piano, que para nosotros era sólo una hermosa pieza del mobiliario, la madre del niño le pidió que tocara algo para todos los presente. Se sentó ante el instrumento, puso sus manos sobre las teclas con seriedad y convicción, y comenzó a interpretar con orgullo una pieza que me pareció muy mala y fácilmente olvidable. Pero algo sucedió y en ese momento me di cuenta de que iba a dedicar mi vida a la música. Golpeado por aquel sonido, pedí a mis padres que me inscribieran en el conservatorio. Ellos, pensando que era un capricho momentáneo, trataron de disuadirme, pero me mantuve firme y conseguí llegar allí».
El intérprete deja momentáneamente su alocución y se centra en la siguiente interpretación, la banda sonora de una de las películas que ha musicalizado. Cuando la termina y mientras recoge nuevamente los aplausos de la concurrencia, continúa su relato hablando de su período en el conservatorio y de cómo sus profesores comenzaron a fijar la atención en su capacidad interpretativa. Pero sucede algo inesperado y Marcelo comienza a cuestionarse toda su vida. Abandona el piano y se marcha a Europa en busca de sus raíces. Visita Medjugorje y pasa una temporada entregándose a los demás en una comunidad de ayuda a drogadictos. El gusto por la música comienza a retornar muy lentamente.
El intérprete afronta la tercera y cuarta de sus interpretaciones. En esta ocasión son dos piezas de Chopin, su favorito. La audiencia se ha acostumbrado ya al esquema propuesto por el artista, y cuando finaliza la segunda pieza, entre aplausos estamos ya esperando nuevamente sus palabras. Chopin es uno de los músicos que más ama: «En todas sus obras se percibe la melancolía, la nostalgia por su Varsovia, de donde tuvo que salir para que el mundo reconociera su arte. Esta necesidad migratoria me hace sentirme muy cercano a él y me facilita interpretarlo, porque me fui de Sao Paulo y ahora estoy en Los Ángeles; soy una apátrida como él».
Nuevamente al piano, interpreta una de sus creaciones, contenida dentro de su disco Kaleidoscopio, cuando finaliza, tras unos aplausos que cada vez se van tornando más intensos, no sólo por el reconocimiento de la belleza de su música, sino por la calidad humana que despliega con sus discurso, Marcelo afronta uno de los puntos culminantes de la noche, contándonos el origen de una de sus creaciones más queridas, Emily, mientras nos interroga sobre si creemos que del mal que sufrimos se puede sacar algo positivo.
Mirando un noticiero en la televisión local, se informa de un accidente de tráfico, en el que una niña de trece años había muerto en el acto bajo las ruedas de un conductor que conducía con alta tasa de alcoholemia. Impresionado por esta noticia, Marcelo no podía dormir, así que decidió intentar hacer lo único que sabe hacer. Se puso ante el piano «tratando de anotar sobre el pentagrama aquello que Emily me sugería. Aunque yo no lo sabía, mi corazón quería contar su historia».
Marcelo suele interpretar Emily en todos sus conciertos. Y después de más de un año de interpretar este tema por todo el mundo, decide escribir a los padres y queda con ellos para ir a conocerlos. El día en el que se encuentran, los padres se habían enfrentado a un juicio por el asesinato de su hija amada. La canción conmueve a los padres, que se muestran agradecidos por este bello gesto del músico. Durante el diálogo con ellos, Marcelo les explica que se marcha a Italia para encontrarse con un grupo de personas que trabajan en obras sociales para ayudar a los más necesitados. Los padres, agradecidos por su gesto, le entregan una bolsa de pulseras de goma que han elaborado con el nombre de su hija para que su memoria perdure por todos los rincones del mundo.
Antes de sentarse nuevamente al piano para interpretar otra obra de Chopin muy querida por don Giussani y hablarnos de la influencia que el carisma ha tenido sobre su vida, Marcelo nos pide que cada uno de nosotros acepte una de estas pulseras en recuerdo de la pequeña Emily.
El concierto sigue adelante ante un auditorio preso de una mezcla de asombro, emoción y gratitud, por ser testigos de la belleza que este hombre despliega tanto con su música como con sus palabras.
Pronto, también será posible disfrutar de este testimonio aquí, entre nosotros. Será el próximo 18 de enero, a las 20:30 horas, en la Parroquia de San Juan Bautista de Fuenlabrada. Un espectáculo de una belleza indescriptible. Todo un acontecimiento.
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