Publicamos el mensaje enviado por Benedicto XVI con ocasión del congreso “Del telescopio de Galileo a la cosmología evolutiva. Ciencia, Filosofía y Teología en diálogo”, en la Pontificia Universidad Lateranense. CIUDAD DEL VATICANO, 1 de diciembre de 2009
Al Venerado Hermano Monseñor Rino Fisichella,
Rector Magnífico de la Pontificia Universidad Lateranense.
Me complace dirigir mi saludo a todos los participantes en el Congreso internacional sobre el tema Del telescopio de Galileo a la cosmología evolutiva. Ciencia, Filosofía y Teología en diálogo. Lo dirijo de modo particular a Usted, Venerado Hermano, que se ha hecho promotor de este importante momento de reflexión, en el contexto del Año Internacional de la Astronomía, para celebrar el cuarto centenario del descubrimiento del telescopio. Mi pensamiento va también al profesor Nicola Cabibbo, presidente de la Academia Pontificia de las Ciencias, que ha colaborado en la preparación del presente congreso. Saludo cordialmente a las personalidades venidas de diversos países del mundo que, con su presencia, cualifican estas jornadas de estudio.
Cuando se abre el Sidereus nuncius y se leen las primeras expresiones de Galileo, se advierte en seguida la maravilla del científico de Pisa ante cuanto él mismo había realizado: “Grandes cosas –escribe– en este breve tratado propongo a la observación y a la contemplación de los estudiosos de la naturaleza. Grandes, digo, tanto por la excelencia de la materia en sí misma, como por la novedad nunca oída en los siglos, como por el instrumento a través de las cuales estas mismas cosas se han manifestado a nuestros sentidos” (Galileo Galilei, Sidereus nuncius, 1610, tr. P.A. Giustini, Lateran University Press 2009, p. 89). Era el año 1609 cuando Galileo apuntó por primera vez hacia el cielo un instrumento “diseñado por mí –escribirá– iluminándome antes la gracia divina”: el telescopio. Lo que se presentó a su mirada es fácil imaginarlo; la maravilla se transformó en emoción y ésta en entusiasmo que se hizo escribir: “Gran cosa es ciertamente añadir a la inmensa multitud de las estrellas fijas, que con la natural facultad visual han podido observarse hasta hoy, otras innumerables estrellas, nunca vistas antes que ahora y que superan más de diez veces el número de las estrellas antiguas ya observadas” (Ibid.). El científico podía observar con sus propios ojos cuanto, hasta aquel momento, era sólo fruto de hipótesis controvertidas. No se equivoca quien piensa que el alma profundamente creyente de Galileo, ante esa visión, se haya abierto casi naturalmente a la oración de alabanza, haciendo suyos los sentimientos del Salmista: “¡Oh, Señor, Dios nuestro, qué admirable es tu nombre en toda la tierra! Al ver tu cielo, hechura de tus dedos, la luna y las estrellas, que has creado, ¿qué es el hombre para que te acuerdes de él, el hijo de Adán para darle poder? ... Le diste el mando sobre las obras de tus manos, todo los has puesto bajo sus pies” (Sal 8, 1.4-5.7).
Con este descubrimiento creció en la cultura la conciencia de encontrarse ante un punto crucial de la historia de la humanidad. La ciencia se convertía en algo distinto de como los antiguos la habían pensado siempre. Aristóteles había permitido llegar al conocimiento cierto de los fenómenos partiendo de principios evidentes y universales; ahora Galileo mostraba concretamente cómo acercarse y observar los propios fenómenos, para comprender sus causas secretas. El método deductivo cedía el paso al inductivo y abría el camino a la experimentación. El concepto de ciencia que se había utilizado durante siglos era ahora modificado, emprendiendo el camino hacia una nueva concepción del mundo y del hombre. Galileo se había adentrado en los caminos desconocidos del Universo; él abría la puerta para observar espacios cada vez más inmensos. Más allá probablemente de sus intenciones, el descubrimiento del científico de Pisa permitía también retroceder en el tiempo, provocando preguntas sobre el origen mismo del cosmos y poniendo de manifiesto que también el universo, salido de las manos del Creador, tiene su historia; que “gime y sufre los dolores del parto” –por usar la expresión del apóstol Pablo– con la esperanza de ser liberado “de la esclavitud de la corrupción para entrar en la libertad gloriosa de los hijos de Dios” (Rm 8, 21-22).
También hoy el universo sigue suscitando preguntas a las cuales la simple observación, sin embargo, no consigue dar una respuesta satisfactoria: por sí mismas las ciencias naturales y físicas no bastan. El análisis de los fenómenos, de hecho, si se queda cerrado en sí mismo, corre el riesgo de presentar el cosmos como un enigma irresoluble: la materia posee una inteligibilidad capaz de hablar a la inteligencia del hombre y de indicar un camino que va más allá del simple fenómeno. Es la lección de Galileo la que lleva a esta consideración. ¿Acaso no era el científico de Pisa quien sostenía que Dios ha escrito el libro de la naturaleza en la forma del lenguaje matemático? Y sin embargo, la matemática es un invento del espíritu humano para comprender la creación. Pero si la naturaleza está realmente estructurada con un lenguaje matemático y la matemática inventada por el hombre puede llegar a comprenderla, esto significa que se verifica algo extraordinario: la estructura objetiva del universo y la estructura intelectual del sujeto humano coinciden, la razón objetiva y la razón objetivada en la naturaleza son idénticas. Al final, hay una “razón” que une a ambas y que invita a mirar a una única Inteligencia creadora (cfr. Benedicto XVI, Discurso a los jóvenes de la Diócesis de Roma, en: Enseñanzas II, [2006], 421-422).
Las preguntas sobre la inmensidad del universo, sobre su origen y sobre su fin, como también sobre su comprensión, no admiten una única respuesta de carácter científico. Quien mira al cosmos siguiendo la lección de Galileo, no podrá detenerse sólo en aquello que observa con el telescopio, deberá proceder además a interrogarse sobre el sentido y el fin al que se orienta toda la Creación. La filosofía y la teología, en esta fase, revisten un papel importante, para allanar el camino hacia ulteriores conocimientos. La filosofía ante los fenómenos y la belleza de la Creación busca, con su razonamiento, entender la naturaleza y la finalidad última del cosmos. La teología, fundada sobre la Palabra revelada, escruta la belleza y la sabiduría del amor de Dios, que ha dejado Sus huellas en la naturaleza creada (cfr. Santo Tomás de Aquino, Summa theologiae, ia. q. 45, a. 6). En este movimiento gnoseológico están implicadas tanto la razón como la fe; ambas ofrecen su luz. Cuanto más aumenta la comprensión de la complejidad del cosmos, tanto más requiere una pluralidad de instrumentos capaces de poder satisfacerla; no hay ningún conflicto en el horizonte entre los diversos conocimientos científicos y los filosóficos y teológicos; al contrario, sólo en la medida en que éstos consigan entrar en diálogo e intercambiarse sus respectivas competencias, serán capaces de presentar a los hombres de hoy resultados verdaderamente eficaces.
El descubrimiento de Galileo fue una etapa decisiva para la historia de la humanidad. De ella han surgido otras grandes conquistas, con la invención de instrumentos que hacen precioso el progreso tecnológico al que se ha llegado. Desde los satélites que observan las diversas fases del universo, convertido paradójicamente cada vez en más pequeño, a las máquinas más sofisticadas utilizadas en la ingeniería biomédica, todo muestra la grandeza del intelecto humano, que según el mandato bíblico, está llamado a “dominar” toda la creación (cfr. Gen 1, 28), a “cultivarla” y a “custodiarla” (cfr. Gen 2, 15). Existe siempre un riesgo sutil, sin embargo, unido a tantas conquistas: que el hombre confíe sólo en la ciencia y se olvide de levantar los ojos más allá de sí mismo hacia ese Ser trascendente, Creador de todo, que en Jesucristo ha revelado su rostro de Amor. Estoy seguro de que la interdisciplinariedad con la que se realiza este congreso permitirá captar la importancia de una visión unitaria, fruto de un trabajo común para el verdadero progreso de la ciencia en la contemplación del cosmos. Acompaño con agrado, venerado Hermano, vuestro empeño académico, pidiendo al Señor que bendiga estas jornadas, como también la investigación de cada uno de vosotros.
En el Vaticano, 26 de noviembre de 2009
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