Se preguntarán los lectores si Cervantes puede decir algo útil para nuestro tiempo. He releído estos días una de sus ‘novelitas’, la titulada “La española inglesa”. Y aunque solo buscaba en ella descanso para días de fatiga –Cervantes siempre proporciona peripecias, aventuras, amores y hermosuras–, resulta que me he encontrado, en su urdimbre, una verdad y una libertad nada ajenas a nuestro siglo XXI. Esa verdad que trae la ficción, precedida por un libérrimo Cervantes que, viviendo su tiempo con intensidad, ve más allá de él. La verdad de una amistad que rompe las durezas de la enemistad y la libertad de un juicio cultural que apuesta por la unidad y la concordia. Cervantes habla para nuestra época. Su obra cobra actualidad en la España y el mundo nuestro, que se debate entre la globalización y los movimientos identitarios excluyentes. Un mundo en el que los otros –en política, en religión, en lengua, en raza– llaman a las puertas de nuestra cultura. En los hilos de la trama de esta novela ejemplar se descubren cuestiones muy actuales: ¿Acaso lo otro, lo diferente puede ser un bien? ¿Es posible que el abrazo a lo distinto contribuya al conocimiento y crecimiento de los deseos y al entendimiento entre los pueblos?
“La española inglesa” cuenta las penurias de la niña gaditana Isabela, raptada en el saco de Cádiz por los ingleses en 1596. Su raptor, Clotaldo, noble inglés, cría a Isabela en Londres, junto con su mujer y su único hijo Ricaredo. La belleza, discreción y entendimiento de Isabela hacen que sea tratada como hija de la casa, más que como criada. Clotaldo y su mujer Catalina son cripto-católicos al servicio de la reina Isabel de Inglaterra, dura defensora del antipapismo de su padre Enrique VIII. En este entorno los dos jóvenes –la española inglesa y el hijo de la casa– se enamoran. Y a partir de este momento, la historia particular de Ricaredo e Isabela se convierte en un dardo que atraviesa y desafía la historia cultural, social y política del mundo que les rodea. El mundo de dos naciones enfrentadas tras la derrota de la Armada, llamada Invencible, en aguas inglesas en 1588, que abrió un hondo desánimo en el Imperio español; la Europa de las continuas y violentas desavenencias religiosas entre católicos y protestantes y la división de las guerras que hace a sus habitantes vencedores o vencidos, cautivos o libres. La historia de amor de Cervantes, colocada en este marco histórico, permite ver el carácter beneficioso de la convivencia entre los diferentes, cosa que le hará intervenir al mismo narrador para hacer valer la historia de amor –hermosa y virtuosa– como causa de admiración, que llega a “enamorar aun hasta los mismos enemigos”. Más aún, es ejemplo de “cómo sabe el cielo sacar de las mayores adversidades nuestras, nuestros mayores provechos”.
La historia es rica y llena de acontecimientos. Avalle-Arce la llamó un “Persiles (última novela larga de Cervantes) en miniatura”, pero lo que interesa en esta lectura es ver cómo, a través del relato, Cervantes rompe las fronteras de separación y aborda, dando soluciones nuevas, las formas de exclusión de los otros. El manco de Lepanto cultiva todo aquello que siendo personal y particular muestra su bondad en la experiencia. Los personajes de la obra prueban cómo para abrazar a los otros no necesitan renunciar a lo más querido y cómo el deber con uno mismo, con la propia cultura, identidad y fe, lejos de ser impedimentos, son una aportación valiosa para el mundo en el que viven. Isabela es parte de su tierra, hija de sus padres, amante de su lengua, mas no por ello deja de admirar su pueblo de adopción y contribuye al entendimiento entre leyes, culturas y lenguas, por eso todos la llaman la “española inglesa”. En el apodo de la protagonista que da título a la novela se condensa esa reunión de lo enfrentado. El narrador confía de tal modo en la ejemplaridad de su personaje, encarnación del ‘diálogo’, que al final del relato, se le pide que ponga por escrito su historia. Esa historia que Ricaredo dice que “tiene tanto de milagrosa como de verdadera”.
La trama se desarrolla en un marco de convivencia entre contrarios nada fácil: Ricaredo tiene que afrontar numerosos escollos y obstáculos (violencia, separación, obediencia, incertidumbres, truncamientos de lo deseado, confusiones, prisión, penurias económicas, etc.) e Isabela ha de pasar por el rapto, la separación, la enfermedad, la decepción y la pérdida de su belleza. La amistad nace en este entorno, pero su verdad es mayor que lo que se opone a ella. Una amistad que se presenta como la secuencia de rendiciones a sucesivos atractivos que se van presentando en la historia. No puede tener otro fundamento la unidad de lo diverso sino esa atención a algo que atrae del otro y que conquista porque descubre una vibración de lo propio. Y es precisamente en estos intereses y descubrimientos donde reside uno de los sentidos de la novela. Repasemos algunos de ellos.
El primer atractivo que rompe las barreras de lo distante es la belleza, discreción y entendimiento de Isabela. Pasa de ser prisionera y parte de un botín de guerra a hija, que es como la consideran los nobles ingleses Clotaldo y Catalina y así la crían. Se hace hija de sus raptores, y más tarde hija de la reina Isabel I de Inglaterra. Su discreción abre un nuevo proceso en la historia porque la astuta reina Isabel, sabiendo del brío de un enamorado, manda a Ricaredo a luchar por su causa, prometiéndole como recompensa la boda con su amada, y pone a Ricaredo al mando de una de sus naves. A su vez Ricaredo agudiza su inteligencia en la batalla ideando estrategias navales que hagan concorde su fe católica y su fidelidad a la reina y poniéndose en manos del cielo para que le “deparase ocasiones donde, con ser valiente, cumpliese con su ser cristiano, dejando a su reina satisfecha y a Isabela merecida”. Y más adelante, será clemente con los españoles y los turcos (enemigos de Inglaterra), pues siendo él mismo objeto de mercedes no puede responder con crueldad. Notamos aquí otra de las singularidades del relato que apuntalan nuestra lectura porque el odio a los turcos, de los que el escritor había sido víctima, se troca en el relato en ocasión de liberalidad. Este gesto liberal genera una gratitud que se hace notar en las vicisitudes posteriores de Ricaredo, de las que saldrá beneficiado. Se pone de manifiesto cómo el atractivo que Isabela suscita en los personajes es fuente de concordia no solo en la historia particular, sino que influye en la general.
El gusto de la reina Isabel por las lenguas –se sabe que hablaba francés, español, italiano, latín y griego, además de inglés– es otra ocasión para novelar la fraternidad. Y así, en esta novela ejemplar, se convierte en que las primeras palabras que la reina inglesa dice a Isabela son: “Habladme en español, doncella, que yo lo entiendo bien, y gustaré de ello”. Y tras ello, la considera su tesoro, por eso le dice al ‘padre’ inglés de Isabel: “Clotaldo, agravio me habéis hecho en tenerme este tesoro tantos años a encubierto; mas él es tal que os haya movido a codicia: obligado estáis a restituírmele, porque de derecho es mío”. Isabela se convierte en tesoro, dama de corte de la reina, y llega a ser llamada hija: “que yo la estimo como si fuese mi hija”, acaba diciendo la reina.
Ahora bien, el primer atractivo –la hermosura de Isabela– se somete a los rigores de la prueba. En la corte, la española inglesa es objeto de envidias y codicias, por ello será víctima de un envenenamiento. Salvará la vida, pero su rostro quedará desfigurado y su belleza quebrantada (“sin cejas, pestañas y sin cabello, el rostro hinchado, la tez perdida, los cueros levantados y los ojos lagrimosos (…) quedó tan fea, que como hasta allí había parecido un milagro de hermosura, entonces parecía un monstruo de fealdad”). Ante este vuelco de la fortuna, Ricaredo debe decidir si abandonar a Isabel y dejarla marchar a España, sería fácil y tendría el apoyo de sus padres que le quieren casar con una rica y hermosa escocesa. Es la hora en la que el amante tiene que descubrir si el atractivo inicial era sólo físico o traía prendido un entendimiento y virtud de los que no puede deshacerse. Isabela ya le había puesto en camino para tener más datos a la hora de decidir, cuando en la primera declaración amorosa de Ricaredo, ella intuye que su amor es el resultado de sus inclinaciones, y al mismo tiempo, éstas tienen un compañero más alto: el destino. Por eso le dice a Ricaredo que sus deseos hacia él son “eternos y limpios en desearos el bien que el cielo puede daros”. Con esta certeza que se ha abierto camino en su relación, el amante proclama: “Yo, Isabela, desde el punto que te quise fue con otro amor de aquel que tiene su fin y paradero en el cumplimiento del sensual apetito: que puesto que tu corporal hermosura me cautivó los sentidos, tus infinitas virtudes me aprisionaron el alma, de manera que si hermosa te quise, fea te adoro”. ¡Qué deseable se hace un amor así! Que además va más allá de las palabras, porque la decisión de Ricaredo por permanecer con su amada le lleva a protagonizar nuevos peligros y aventuras que enriquecerán su experiencia. Elijo una crucial, la de la libertad, dejo las demás al descubrimiento del lector. La experiencia de la libertad en Cervantes está siempre ligada a un episodio de su vida: el cautiverio de Argel por los turcos, después de haber luchado en Lepanto. Suceso que marcó al escritor de tal modo que vuelve una y otra vez a él y lo recrea de varios modos en su obra. También en esta novela aparece el motivo: Ricaredo es apresado en Argel y allí es liberado por los padres trinitarios, de hecho se presenta ante Isabela con el hábito trinitario, al que llama “insignia de la libertad”. La variante de la trasposición de este episodio en “La española inglesa” es el hecho de que Ricaredo sea un extranjero, pero ello no es obstáculo para que sea liberado, como el mismo protagonista se encarga de decir: “Trajéronnos a Argel, donde hallé que estaban rescatando los padres de la Santísima Trinidad. Hablélos, díjeles quien era, y movidos de caridad, aunque yo era extranjero, me rescataron (…) Porque a toda esta misericordia y liberalidad se extiende la caridad de estos padres, que dan su libertad por la ajena y se quedan cautivos por rescatar los cautivos”. A esta experiencia de la libertad, tan vivamente sentida, se añade un matiz enormemente novedoso: la liberación se la hace gozar a un extranjero.
Me detengo aquí, aunque la “novella” es un pozo sin fondo. Como se puede imaginar, la obra ha sido objeto de muchas glosas. Hay críticos –y muy reputados– que no percibieron el valor universal al que aspiraba, la de ofrecer vías de entendimiento y amistad en un mundo en crisis y consideraron el relato ingenuo o fruto del compromiso interesado. Américo Castro la estimó una condescendencia con la ‘moral oficial’ pacificadora del Duque de Lerma; Ortega y Gasset la denominó ‘hipócrita’ y Schevill y Bonilla una “ingenua niñería”. Aunque también hay otros que la toman por prueba de la cantera de la libertad en la que trabajan los personajes cervantinos (Márquez Villanueva); obra del sentimiento articulado del otro como buen “amigo” (Fabian Montcher); Valbuena Prat ve en ella a ese Cervantes que “demuestra ser el hombre superior que no se deja llevar por la pasión nacional, y que ve las cosas opuestas con dignidad y respeto” y Alfredo Alvar, desde su perspectiva y estudio históricos, la considera su preferida. Ciertamente, respiro con los segundos y lo hago en este convulso siglo XXI en el que la libertad, la estima del otro y la pertinencia histórica de la amistad son cruciales. ¿Lo sabía Cervantes?
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