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RESEÑAS

La ciencia desde la fe

Enrique R. Moros Claramunt*
15/03/2016

Alister McGrath es biofísico y teólogo, profesor de ciencia y religión de la Universidad de Oxford. Es uno de los mejores apologistas cristianos del momento. En este libro narra retazos de su propia historia vital. Contagia al lector su pasión infantil y juvenil por la ciencia; su admiración por la naturaleza y el entusiasmo de sus primeros experimentos. Describe su posición ideológica inicial de rechazar las preguntas últimas sobre el hombre y la existencia, porque pensaba que la ciencia exigía ser materialista y, en definitiva, nihilista. Narra sus estudios de ciencia en Oxford y Cambridge. Y confiesa el progresivo descubrimiento del valor de las preguntas fundamentales que todo hombre se plantea. Reconoce que la mayoría de los científicos comprenden la necesidad de una visión enriquecida de la realidad, que admita el asombro y el misterio –que son el estímulo necesario para el progreso de la ciencia. Y, finalmente, la admisión de la fe cristiana que le conduce a su estudio en profundidad.

En realidad no se trata de un libro autobiográfico, pero sí está escrito desde la pasión personal del que busca la verdad –cognitiva y existencial– y es capaz de transmitir esa pasión de modo eficaz. Estas páginas están escritas desde la perspectiva de que la existencia humana es un largo o corto camino para comprender la verdad y actuar de acuerdo a ella. Un camino que no tiene final porque el conocimiento humano siempre puede crecer, tanto en extensión –¡podemos saber más cosas!– como en profundidad –quizá incluso alcanzar conocimientos más profundos, más interesantes, más útiles–. Pero ese camino tiene como comienzo el deslumbramiento que la propia riqueza de la realidad puede provocar en el ser humano. Sin embargo, ese inicio está hoy amenazado por el mito del conflicto o de la guerra entre ciencia y religión. Cada una de estas páginas ha sido escrita para corregir ese mito y, a la vez, mostrar el enriquecimiento que supone la búsqueda de la inteligibilidad y de la coherencia de la realidad desde las diferentes perspectivas que los hombres hemos descubierto y desarrollado.

La idea central es que no se pueden comprender bien las cosas desde una sola dimensión cognitiva, por singular que sea. La comprensión que el hombre tiene de sí mismo y del mundo solo puede alcanzar su sentido articulando los diferentes relatos, imágenes y mapas que el hombre ha ido desarrollando. Comprender la realidad significa tejer un complejo conjunto de hilos de diferente grosor y calidad y de distintos colores en una trama armoniosa. El valor de esa comprensión dependerá de que exprese la belleza y las maravillas del mundo que despierta el asombro en nosotros. La ciencia es solo ciencia, un instrumento decisivo para conocer aspectos de la realidad. Por eso no sirve para todo. La vida humana se entiende como una narración en la que deben conjugarse diferentes niveles de la realidad que nos permitan elaborar mapas con los que podamos entendernos con los demás y no perdernos en la historia.

La ciencia sirve para ver correctamente una dimensión del mundo y responde de este modo al anhelo de certeza que todos poseemos. Pero, a la vez, algunas cosas de importancia esencial quedan «fuera de los dominios de la ciencia» (Einstein, según refiere R. Carnap en P.A. Schipp (ed.), The Philosophy of Rudolf Carnap, La Salle (III.), Open Court, 1963, p. 38, cit. en 263). Quizá no podamos elaborar teorías sobre el sentido de la vida humana, aunque necesitamos que nuestra vida tenga un objetivo que pueda suscitar la fuerza de la esperanza. A veces necesitamos cambiar de perspectiva para ver correctamente. ¿Quién quedaría satisfecho al ver el revés de un tapiz? La fe religiosa es, en muchas ocasiones, un cambio de mentalidad que ofrece perspectivas inéditas y llena de alegría el corazón del hombre mientras ilumina la entera realidad. La fe es una luz que se debe juzgar por la multitud de cosas que ilumina cuando se posee (C.S. Lewis, Essay Collection, Londres, HarperCollins, 2002, p. 21; cit. 95 y 252). Incluso así comprendemos por qué podemos hacer ciencia exacta en un universo extrañamente racional: ha sido creado por un ser inteligente.

No se trata solo de afirmaciones. El autor repasa tres temas esenciales en el diálogo entre ciencia y fe: el universo (cap. 3), la vida (cap, 4) y el ser humano (cap. 5). El universo creado permite naturalmente comprender la extraña racionalidad que manifiesta hasta en sus detalles más pequeños: así la fe crea las condiciones intelectuales para que la ciencia sea un camino razonable para el conocimiento del universo. Pero no hay de hecho ningún argumento científico contra la creación ni puede haberlo, puesto que la naturaleza de Dios escapa de los límites que la ciencia se ha autoimpuesto como saber cierto. Pero lo más asombroso es que la fe nos permite comprender otro modo de existencia real que la ciencia no alcanza: la eternidad. La discusión sobre el evolucionismo resulta singularmente atractiva, además de una divertida crónica del desarrollo de las ideas. La relación entre la evolución y la fe ha enfrentado ciertas tensiones, pero nadie ha expresado de modo coherente ninguna incompatibilidad entre ambas explicaciones. Además, el autor muestra el inconveniente de usar la ciencia para definir la existencia humana y nuestro modo de comportarnos: la eugenesia que se desarrolló al comienzo del s. XX se apoyaba explícitamente en la teoría de la evolución. Pero la evolución no es culpable de su uso fraudulento (145-149). El episodio muestra más bien la necesidad de pensar con más amplitud y lograr una comprensión más rica y luminosa de la realidad para que nuestros actos tengan más sentido y estén bien orientados.

Finalmente McGrath afronta la cuestión de lo que hace humano al hombre. Ciertamente aquí pueden leerse algunas de las exposiciones refutativas más elegantes de los reduccionismos. Pero, a mi entender, lo decisivo corre a cuenta de una comprensión del hombre que no puede dejar de preguntarse y hablar de Dios. De la misma manera, la historia del hombre muestra que no todo son luces, que en ocasiones somos responsables –científicos y hombres corrientes– de hechos verdaderamente horrorosos y que tanto la ciencia como la religión pueden estropearse y contribuir a nuestra desgracia. Por tanto no podemos dejar de reflexionar, buscar de nuevo lo mejor y crear modos nuevos para una cultura más humana. Aunque eso requiera algo más que ciencia.

Necesitamos respuestas racionales para las cuestiones fundamentales de nuestra existencia. Nos importa mucho que nuestra historia, la de cada uno, tenga sentido y podamos llamarla buena. Pero de la misma manera que la ciencia no puede responder a las preguntas fundamentales de la existencia humana, puesto que está diseñada para otra cosa, tampoco la ciencia nos enseña qué bien hemos de hacer. La ética requiere una atención diferente de la que impone la ciencia en sus dominios. Incluso en este tema la propia razón humana descubre sus límites: el respeto y la benevolencia requieren una mirada amplia que alcance a toda la humanidad actual y a cada una de las próximas generaciones. Y en este punto la fe religiosa muestra detalles de su valor cuando es capaz de suscitar el heroísmo de la entrega por los demás.

A lo largo del libro aparecen argumentos sólidos y réplicas acertadas sobre algunas de las afirmaciones de los ateos más renombrados. Por ejemplo, «Dawkins presenta una refutación convincente del enfoque de Paley. Por desgracia, él parece creer que esa misma refutación sirve para convencernos de que renunciemos a Dios en general» (129). Alexander Krauss, siguiendo a Stephen Hawking, argumenta sobre cómo surge ‘algo’ de ‘la nada’ para anular la realidad de la creación y suprimir la necesidad de Dios. «Y bien, ¿qué entiende Krauss por ‘nada’? Esto es lo que escribe al respecto: ‘Cuando hablo de nada no quiero decir la nada, sino simplemente nada, que en este caso es la nada que normalmente llamamos espacio vacío’. Krauss piensa, al parecer, que escribiendo ‘nada’ en cursiva está resolviendo un problema metafísico, cuando lo único que da a entender con ello es que la ‘nada’ de Krauss no es ‘nada’ alguna» (120-121). Comenta también el título que hizo famoso a Desmond Morris, El mono desnudo: «es una buena manera de acaparar titulares de prensa, pero es una interpretación sencillamente equivocada. En realidad, somos ex simios» (162). O, comentando el ‘antiteísmo’ de Ch. Hitchens, dice: «eso nos ayuda a entender por qué el Nuevo Ateísmo suele parecer una imagen especular del teísmo. Sus más destacados representantes parecen definirse por la obsesión por aquello contra lo que se posicionan, como si se refirieran todo el tiempo a un antiguo amor del que no pudieran dejar de hablar» (29). O sobre Sam Harris: «pese a todo el bombo publicitario que acompañó a su libro, tengo la impresión de que ni el propio Harris cree de verdad que pueda (la ciencia servir de base a la ética). Ni la ciencia ni los científicos disfrutan de conocimiento privilegiado alguno a la hora de discernir lo que está bien o lo que es bueno, ni cómo conseguirlo» (229).

Dentro del extenso conjunto de argumentos que se desarrollan en estas páginas considero conveniente subrayar dos. El primero se refiere directamente a Dawkins y el segundo a Hitchens. McGrath cita un texto de Dawkins que reza así: «[Los genes] abundan en grandes colonias, a salvo dentro de gigantescos y lerdos robots, encerrados y protegidos del mundo exterior, comunicándose con él por medio de rutas indirectas y tortuosas, manipulándolo por el control remoto. Se encuentran en ti y en mí; ellos nos crearon, cuerpo y mente; y su preservación es la razón última de nuestra existencia» (El gen egoísta: las bases biológicas de nuestra conducta, Barcelona, Salvat, 2002, p. 25; cit. en 163). Y, siguiendo la crítica de Denis Noble, pregunta: ¿qué es lo que hay de científico en este texto? Solo la afirmación de que los genes están en usted y en mí señala un hecho empírico correcto. Todo lo demás es literatura y compromisos ideológicos previos no verificados revestidos de especulación metafísica. Por esa razón, propone reescribir el enunciado de Dawkins, dando la vuelta por completo a sus supuestos metafísicos y conservando la única afirmación empíricamente verificable del texto original. Quedaría así: «[Los genes] están atrapados en grandes colonias, encerradas dentro de seres sumamente inteligentes, moldeadas por el mundo exterior, con el que se comunican mediante procesos complejos a través de los cuales, a ciegas, como por obra de magia, emerge una función. Se encuentran en ti y en mí; nosotros somos el sistema que permite que se lea su código; y su preservación depende por completo del goce que sentimos reproduciéndonos. Somos la razón última de su existencia» (La música de la vida: la biología más allá del genoma humano, Madrid, Akal, 2008, ver la discusión en 162-165). No creo que sea necesario añadir más.

Por otro lado, considero importante el segundo argumento contra Hitchens. Este autor titula su libro de modo provocador: Dios no es bueno. Pero este autor piensa, además, que la religión se basa en una ficción, que es una creación humana. «Dios no creó al ser humano a su imagen y semejanza. Evidentemente, fue al revés» (Ch. Hitchens, Dios no es bueno: Alegato contra la religión, Barcelona, Debate, 2008, p. 22; cit. en 187). Pero si eso es así, entonces afirmar que Dios es un tirano genocida significa que lo que realmente ocurre es que somos nosotros mismos los que somos así. Y de ese modo, «cuando decimos que la religión nos pervierte, simplemente estamos diciendo que nos hemos pervertido solos… La culpa es solo nuestra» (187). Si el mal es real no podemos atribuirlo a una entidad inexistente, sino que es la imagen de cómo somos realmente (188).

Lo decisivo de este libro aparece al final. El título del último capítulo es claro: “Ciencia y fe. Dar sentido al mundo, dar sentido a la vida” (243). Es la propia necesidad de comprensión la que conduce a abrir los ojos. La ciencia, ciertamente, nos proporciona una manera de ver las cosas, pero no es una descripción completa del universo. La reflexión filosófica y la vida religiosa no son invenciones humanas para encontrar consuelo, sino el modo radicalmente humano de ver el mundo con más claridad; con tanta claridad que podamos tomar nota de los misterios maravillosos que nos rodean y sostienen. La religión enriquece el discurso científico, conduce a una comprensión más rica del hombre y de su vida, le proporciona claridad y motivos para actuar, llena de razones el empleo del conocimiento técnico y estimula la curiosidad científica. Da sentido a cada momento de nuestra vida y nos permite mirar con seguridad al futuro. «Es un modo de ver las cosas que nos permite, no ya existir, sino también vivir” (273). Un libro que conviene leer y, aun mejor, asimilar sus propuestas con la misma sencillez y claridad con que se proponen.
*Universidad de Navarra

Alister McGrath
La ciencia desde la fe.
Los conocimientos científicos no cuestionan la existencia de Dios

Espasa, Barcelona 2016
pp. 328 – 18.90 €

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