Estamos ante un libro al que uno entra con ciertas ideas, con un armamento de experiencias y pensamientos, y sale completamente descolocado, porque te das cuenta de que lo que está en juego es mucho, pero mucho más profundo que lo que tú tenías en mente antes de abrirlo. Además, parece casi que está hablando de otra cosa. Gracias a Dios.
El nombre de Dios es misericordia (Planeta, 150 páginas, 17,90€), la conversación del Papa Francisco con Andrea Tornielli (vaticanista de La Stampa) que acaba de llegar a las librerías de 86 países y que presentaron en Roma el cardenal Pietro Parolin, el actor Roberto Benigni y Zhang Agostino Jianquing, preso de la cárcel de Due Palazzi en Padua, es ante todo una ocasión para profundizar en el tema del Jubileo que comenzó hace un mes, eso es evidente. Pero también es un instrumento para retomar el poderoso hilo rojo de todo un pontificado, ya desde las primeras homilías de marzo de 2013. Desde aquella frase pronunciada por un teólogo durante un congreso (para volver a acercar a la gente a la Iglesia haría falta «un Jubileo del perdón») y que quedó impresa en el corazón de Bergoglio, empezó a tomar forma esta decisión de convocar un Año Santo extraordinario.
Para el Papa, la época que vivimos es realmente «el tiempo de la misericordia». Una época en la que es decisivo para todos «abrir el corazón al misterio» (nos recuerda que etimológicamente «misericordia» significa exactamente esto), y en la que también a la Iglesia se le pide, de manera especial, mostrar «su rostro materno, ese rostro de madre ante una humanidad herida».
Son heridas profundas, llagas que el hombre «no sabe curar o, peor aún, cree que ya no es posible curar». A la deriva del relativismo (que «tanto hiere a las personas, pues todo parece igual, todo parece lo mismo») y al drama de nuestra época que ya señaló Pío XII («haber perdido el sentido de pecado»), se añade otro: considerar nuestro mal como incurable, como algo que no se puede curar. Y esto se debe, observa el Papa, a que «falta la experiencia concreta de la misericordia». Falta alguien dispuesto a «donar el propio tiempo para escuchar los dramas de otros», para ejercitar ese «apostolado de la oreja» que, según Francisco, es fundamental para que el hombre pueda volver a descubrir la verdad más potente y decisiva sobre sí mismo: que es amado. Antes que cualquier otra cosa, es querido y amado por un Dios dispuesto a perdonarle siempre. Con una modalidad que desborda verdaderamente cualquier medida humana, pues la misericordia «no es solo el perdón de Dios, sino el modo en que perdona, su ternura».
Hace falta poco para que esta gracia entre en la vida. Casi nada. Pero ese “casi” marca una gran diferencia. Basta con reconocerse pecadores, necesitados, limitados, tener conciencia de nuestro pecado, y pedir. «La misericordia está, pero si tú no la quieres recibir… Si no te reconoces pecador, quiere decir que no la quieres recibir».
Una conciencia que puede ser débil, fragilísima. Como todo en nosotros es frágil. Puede ser incluso solo un paso. Tornielli, en una pregunta, recuerda que don Giussani citaba a Bruce Marshall y al soldado de A cada uno un denario. A punto de morir, ante el confesor que le preguntaba si se arrepentía de algo, respondió con absoluta sinceridad: «¿Cómo hago para arrepentirme? Era algo que me gustaba, si tuviera la ocasión lo haría ahora también. ¿Cómo hago para arrepentirme?». Y el confesor, que quería salvarle: «Pero, ¿a ti te pesa que no te pese?». «Sí». «Es decir, siento no estar arrepentido. La hendidura en la puerta que había permitido la absolución…», observa Tornielli. A lo que el Papa responde: «Es verdad, así es. Es un ejemplo que representa muy bien los intentos que Dios realiza para abrir brecha en el corazón del hombre. Nos espera, espera que le concedamos solo esa mínima rendija para poder actuar en nosotros». Una rendija. Un hilo de la razón que reconoce y de la libertad que se abre.
El Papa empieza por ahí, por esa rendija, que no es una cuestión sentimental sino una toma de conciencia del propio yo (Francisco lo repite mucho cuando habla de sí mismo, también en estas páginas: «Soy un hombre perdonado por sus muchos pecados»). Y partiendo de ahí, empieza a que mostrar las heridas se pueden curar, que la medicina siempre está disponible.
Empezando por la confesión, que –recuerda– es un hecho objetivo, y por tanto necesario («es verdad que yo puedo hablar con el Señor, pedirle perdón a él, implorándole. El Señor perdona inmediatamente. Pero es importante que yo vaya al confesionario, que me ponga yo mismo delante de un sacerdote que encarna a Jesús. Hay una objetividad en esto»). También tiene un cierto carácter social, porque «la humanidad, mis hermanos y hermanas, también están heridos por el pecado».
Hay muchas páginas sobre la confesión, que ofrecen referencias continuas a la experiencia personal del Papa. Desde aquel padre Carlos Duarte Ibarra que le escucha en el confesionario el día que empezó a darse cuenta de su vocación, el 21 de septiembre de 1953, al padre José Ramon Aristi, del que el propio Francisco lleva ahora una pequeña cruz al cuello.
Pero en todo el volumen, esta forma de hablar continuamente de los encuentros que ha tenido abre un horizonte sobre una humanidad distinta, bastante alejada de la “normalidad” que tantas veces tenemos en mente los europeos occidentales y acomodados: la madre que se ve obligada a prostituirse para dar de comer a sus hijos, la joven que lleva la misma vida hasta que se encuentra con «un signo» de la misericordia divina (el hombre que se enamora de ella y la desposa), los pobres, los presos… Para nosotros, como mucho, son casos límite; en las periferias de las que viene el Papa (y a las que nos pide mirar) son la vida de un pueblo, un universo totalmente por descubrir y del que tenemos mucho que recibir. Y sorprendernos.
Igual que le pasó al propio Bergoglio, en un episodio que ya contó en sus primeros momentos como Papa: el encuentro con una abuela que, hace años, cuando le pidió confesión, le iluminó con estas palabras: «Si el Señor no lo personara todo, el mundo ya no existiría». «Un ejemplo de la fe de los sencillos, que tienen la ciencia infusa», dice el Papa. Y no lo dice como una “forma de hablar”. La sencillez de corazón es realmente la puerta a un conocimiento que los libros, por sí mismos, no generan. Al leer esto, entiendes su amor por la fe popular, que tantas veces ha manifestado. De hecho, no hay nada aquí de sentimental.
Es inevitable afrontar también un tema que ha salido a la luz muchas veces en los últimos tiempos (no solo en el Sínodo de la Familia). Tornielli lo plantea así: ¿no se insiste demasiado en la misericordia en la Iglesia de Francisco? ¿Y la condena del pecado? El Papa responde siguiendo un hilo: el del hijo pródigo. No solo para recordar que el amor del padre que espera el regreso del hijo precede a cualquier otra cosa, sino también para observar un aspecto decisivo para entender su forma de pensar. Al final es el otro hijo, el que se lamenta porque él siempre ha cumplido las reglas, quien «dice la verdad». Tiene sus razones, óptimas, y las pone delante del padre. «Dice la verdad pero al mismo tiempo se auto-excluye».
La misma dinámica que emerge en otro fragmento del Evangelio que retoma a fondo: la curación del leproso según Marcos (1, 40-45). Al curarlo, observa el Papa, Jesús lo reintegra en la comunidad, en esa sociedad de la que había sido excluido no sin razones, pues se trataba de tutelar a los sanos. Solo que Él sigue «otra lógica»: para Cristo, «lo que importa realmente es llegar a los alejados y salvarlos, como el Buen Pastor, que deja el rebaño para ir a buscar la oveja perdida. Entonces, igual que hoy, esta lógica y esta actitud podían escandalizar, provocar la queja del que está acostumbrado, siempre y solo, a meterlo todo en sus propios esquemas mentales en vez de dejarse sorprender por la realidad, por un amor y una medida más grandes». Se trata de dos visiones del mundo, «dos lógicas de pensamiento y de fe», subraya el Papa. «Jesús entra en contacto con el leproso, lo toca. Y así enseña lo que hay que hacer». Cómo acercarse al otro, cómo “salir”. Pero también cómo vencer la resistencia de los esquemas, el apego a la letra de la ley, porque en el origen de ciertas rigideces no está ante todo una cuestión teológica, sino «la decadencia del estupor ante la salvación que nos ha sido donada».
Otra palabra clave, estupor. También aquí se trata de una cuestión de reconocimiento, de una mirada que capta la realidad tal como es. Con conciencia y también –quizás sobre todo– con la memoria de la propia condición («es importante conservar la memoria, recordar de dónde venimos, qué somos, nuestra nada»).
El Papa insiste continuamente en esto. Se ve cuando Tornielli le hace una pregunta directa que muchos llevan dentro: «¿Puede haber oposición entre verdad y misericordia, entre doctrina y misericordia?». La respuesta es fulminante: «La misericordia es verdad, es el primer atributo de Dios». Luego, añade, se pueden hacer todas las reflexiones que se quiera, «pero sin olvidar que la misericordia es doctrina». Meses enteros de debates teológicos, polémicas y presuntos dilemas doctrinales se recomponen así, en pocas frases que vuelven al origen.
Hay otros temas que aborda el libro. Francisco vuelve a la diferencia de fondo entre pecado y corrupción, pues esta es injustificable. También aquí se trata de una cuestión de reconocimiento: «La corrupción es el pecado que, en vez de ser reconocido como tal y hacernos humildes, se eleva a sistema, se convierte en hábito mental»). Habla de la familia, la «primera escuela de misericordia». De la compasión, de la misericordia de los hombres, de su preferencia por los presos, pues «siempre pienso que yo podría estar en su lugar».
Hasta el último capítulo, sobre «cómo vivir el Jubileo». Apenas tres páginas, incluido el recorrido sobre las obras de misericordia. Pero tres páginas que habría que aprenderse de memoria. Porque son un tesoro al que acudir continuamente durante este año. Y también en la vida.
Papa Francisco
El nombre de Dios es Misericordia. Una conversación con Andrea Tornielli
Planeta
pp. 150
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