Si existió un Concilio real y un Concilio de los medios, bien puede decirse que existe un cardenal Rouco de carne y hueso, y otro virtual creado por los medios, con el que más de uno se entretiene lanzando dardos como si se tratara de una diana para desahogar el mal humor. “Una vida que se desvela” es el subtítulo que José Francisco Serrano ha elegido para enfocar su biografía del cardenal Rouco recién publicada por Planeta Testimonio, y de eso se trata en esas páginas: contemplar con calma cómo se va gestando una vida, una vocación y una tarea. “Rouco Varela, el cardenal de la libertad” no pretende alimentar la dialéctica en torno a un personaje que ha entrado ya, por derecho propio, en la historia de España, sino desvelar el tejido profundo de razón, afecto y libertad, del que ha brotado en el tiempo su figura.
Entre los episodios desconocidos que rescata esta biografía, hay uno que me parece clave para entender. Me refiero a la primera audiencia con Pablo VI, en febrero de 1977, cuando un jovencísimo Antonio María Rouco apenas llevaba cuatro meses como obispo auxiliar de Santiago de Compostela. El Papa le cogió las manos con fuerza y exclamó: “Oh, un obispo tan joven… ¡para llevar la cruz!”. El cardenal confiesa a su interlocutor que pensó inmediatamente: “pues eso es lo que viene”. Y es que más allá de las encrucijadas concretas de su historia como obispo, imprevisibles en aquel momento, el episcopado supone siempre una suerte de expropiación, como tantas veces le he oído decir.
La familia y la tierra gallega en la que nació y creció nos ofrecen un primer cimiento, el humus en el que se perfila el hombre concreto: intuitivo, socarrón, paciente, un punto introvertido, firme pero flexible. Un cristianismo sencillamente vivido, acompañado de testimonios cotidianos que abren la mente y el corazón de un niño, que le desvelan el secreto de una vida feliz, aunque no exenta de sufrimientos bien palpables. El libro nos describe un ambiente de solidez pero no de cerrazón, una red de nombres y rostros concretos que sostuvieron el crecimiento y la vocación de Antonio María Rouco, sin empujarle ni coartarle.
El salto a Salamanca confirma las inquietudes y aptitudes intelectuales de aquel joven seminarista. Esta biografía desvela sus primeras y ávidas lecturas: Guardini, Garrigou-Lagrange, Schmaus. El ambiente teológico y cultural de los años 50 era mucho más vivo de lo que pudiéramos imaginar en aquella ciudad universitaria. Resulta revelador el conjunto de circunstancias que decantan su decisión por el campo del Derecho Canónico: no tanto una iluminación interior, ni un gusto especial del protagonista (él pensaba más bien en la Dogmática), sino una serie de hechos a través de los cuales el Señor va hablando. Este camino tiene una estación obligada en Munich, concretamente en el Instituto de Derecho Canónico fundado por Klaus Mörsdorf, su maestro indiscutible y al que dedica uno de sus escasos elogios contundentes. La clave de bóveda de esta escuela de canonistas es la de la comunión, “de la que se puede decir que ha sido el leitmotiv de su trabajo (del cardenal Rouco) en la Iglesia”.
La biografía escrita por José Francisco Serrano dedica amplio espacio a escuchar la propia narración del cardenal, por ejemplo sobre sus vivencias en torno al Concilio y a su recepción. Se ven retratados el entusiasmo, el deseo de una nueva encarnación de la fe apostólica en tiempos de cambios, pero también las presiones mediáticas, algunas frivolidades en la interpretación y aplicación del patrimonio del Concilio. Fueron años complicados que Rouco rememora con mesura y equilibrio, sin ocultar los problemas pero con un deliberado deseo de rescatar lo mejor de todos los empeños, y de no hacer sangre con lo que denomina “el ensayismo” que marcó no poco la pauta.
Capítulo clave es el titulado “Obispo en la tumba del Apóstol”. Describe el brusco cambio que supuso ese zambullirse en el corazón del pueblo: las jornadas agotadoras confirmando en las parroquias, el cuidado de los curas, el acompañamiento a las familias y la toma de conciencia de los nuevos problemas sociales que necesariamente iban a desafiar a la misión de la Iglesia. Estamos en 1976, con los primeros pasos de la Transición, que en la Iglesia se solapan con la difícil digestión conciliar de aquellos años. Hay sabrosos apuntes sobre aquellas apasionantes jornadas, a través de los ojos de un joven obispo que intentaba entender a fondo aquella vorágine de esperanzas y de riesgos.
Me han llamado la atención los comentarios sobre lo que significó la crisis posconciliar en las zonas rurales de Galicia, “con la brizna de iconoclastia en la forma de llevar adelante la reforma litúrgica en las iglesias… que en no pocas ocasiones consistió en desnudarlas de sus santos”. O el modo en que Rouco introdujo en la pastoral de las familias el novedoso enfoque de la Humanae Vitae. También la capacidad de autocrítica al referirse a una Iglesia que se volcó generosamente en favorecer el paso de la reconciliación entre los españoles, que ayudó decisivamente a la transición política, social y cultural, y que sin embargo vio cómo los jóvenes y las familias se alejaban de la fe: “ahí surge un gran interrogante para la Iglesia”.
En esta biografía la preocupación del cardenal por los jóvenes ocupa un lugar de privilegio, no en vano estamos ante el único arzobispo del mundo que ha tenido la gracia de acoger en dos sedes diferentes sendas Jornadas Mundiales de la Juventud. De la humildad y la audacia de Compostela en 1989 (¡en plena caída del imperio soviético en el este de Europa!) al impresionante espectáculo de Cuatro Vientos en 2011. De lo que Paco Serrano denomina “un Tabor” para el joven arzobispo gallego, a la eclosión de fe, razón y convivencia que marcan la plenitud del ministerio episcopal en Madrid de un cardenal que por esas fechas llegaba a los 75 años, cargado de experiencia y sabiduría pastoral, marcado también por las cicatrices inevitables de este ministerio, como anunciaba San Pablo.
Madrid es la etapa final, pero también el verdadero tornasol de esta biografía. Porque la gran metrópoli madrileña es un desafío inmenso para cualquier pastor. Esta biografía marca los jalones principales. Por ejemplo, la dimensión cultural y educativa, la fe amiga de la razón que tanta sintonía forjó entre el cardenal Rouco y Benedicto XVI, ha encontrado una respuesta de gran calado en la aventura de la Universidad San Dámaso. La apuesta por el tejido comunitario, las visitas sistemáticas a las parroquias, el acompañamiento a un clero joven y renovado, mucho más libre de viejos esquemas y contraposiciones cansinas, del que el cardenal se siente especialmente satisfecho y agradecido. La apertura a lo nuevo que el Espíritu hace surgir en la Iglesia, incluso cuando la fisonomía de esas realidades haya podido resultarle extraña. La sensibilidad social, y la relación discreta y realista con las autoridades, siempre buscando el servicio al bien común y la libertad de la Iglesia, aspecto por el que Antonio María Rouco ha sacrificado tanto, y seguramente por eso el autor lo ha impreso bien claro en la portada de este libro.
Se cuenta en el libro que cuando el joven Rouco salió de Galicia para estudiar en Salamanca experimentó un fuerte impacto al contemplar los campos de Castilla, que en aquel momento le parecieron “más quemados que dorados”. Solo tiempo después llegó a apreciar la belleza de ese paisaje, “más dorado que quemado”. Algo así les puede suceder a quienes se acerquen limpiamente a este libro llevando en la retina la imagen que algunos medios construyen machaconamente del cardenal: que al terminarlo puedan reconocer su figura más cercana, mucho más atractiva y sugerente de lo que algunos se empeñan en reflejar.
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