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RESEÑAS

En busca de la vocación perdida

Manuel Spínola
13/02/2014 - Obras Maestras

La magna obra del novelista francés Marcel Proust es una de las cumbres de la literatura universal. Estructurada en siete tomos, “Por el camino de Swann”, “A la sombra de las muchachas en flor”, “El mundo de Guermantes”, “Sodoma y Gomorra”, “La Prisionera”, “La Fugitiva” y “El tiempo recobrado”, esta novela, que podríamos definir como filosófica por las múltiples disquisiciones y miniensayos que en ella se encuentran, mezcla, como guante en su mano, vida y obra, de tal modo que estudiando la una se puede comprender la otra y viceversa. Pocas veces una novela, fruto de la invención de su autor y por tanto irreal, puede ser más autobiográfica en sus constantes temáticas que pasaremos a comentar lo más brevemente posible.

Proveniente de una familia de la alta burguesía, Proust, gran lector desde su infancia y con una delicada salud, tenía contactos y amistades con la aristocracia y el mundo intelectual del momento. Gran conversador, de agradable y exquisito trato, gustaba frecuentar la alta sociedad francesa de la época, como lo retrata magistralmente en “El mundo de Guermantes”; sus salones, llenos de ociosos aristócratas donde el narrador, ya con la idea desde temprana edad de dedicarse a la literatura, pierde el tiempo, aunque no del todo, pues como dirá al final de la obra, cuando se decide a escribir, absorberá como una esponja todas las vivencias experimentadas por él para alimentar de temas su narración.

La infancia del protagonista ocupa el primer lugar de la obra. Infancia que viene a su memoria cuando ya mayor, al tomar una magdalena – la famosa magdalena de Proust – la evoca en toda su presencia poderosa en un momento privilegiado de sentidos – habrá otras impresiones análogas a lo largo de la obra de memoria involuntaria que transportan al narrador a un éxtasis de los sentidos: los campanarios de Combray, los tres árboles cerca del balneario de Balbec, etc.– que detienen el tiempo. Infancia pueblerina, acurrucada al amor ardiente de su madre – en la vida real Proust estuvo muy unido afectivamente a su madre y algunos sicoanalistas sostienen que fue la causa de su homosexualidad –, de la lectura insaciable, del contacto y amor sensible con la Naturaleza, otro de los temas recurrentes del alma de Proust.

Posteriormente, en una finta temporal, se narran los amores del amigo de la familia y hombre selecto por su amor al arte y sus relaciones mundanas, esto es, Swann, con la cocotte Odette de Crecy, cuando el narrador no había nacido. Amores tortuosos, llenos de deseo y, sobre todo, de celos, que le impiden disfrutarlos por su afán de posesión del objeto amado.

Lo mismo le sucederá al protagonista con Albertina, una de las “muchachas en flor” del segundo tomo y ahora joven, su amor deseado, que la “encierra” en su casa – “La Prisionera” – para evitar todo contacto con otros posibles amantes – en este caso femeninos – vigilándola de cerca en sus salidas. Tortura de los celos, deseo de posesión, lejanía del auténtico amor que se entrega a la persona amada y la reconoce en su alteridad.

Pero el gran tema de toda la novela es la vocación artística. Reiteradamente, ya desde el primer tomo, el protagonista nos dice que desea escribir, pero bien por inmadurez, por pereza, por la frecuentación de la vida social en la que se sumerge, por falta de voluntad o por cualquier otro motivo, va difiriendo su dedicación a la literatura de una manera peligrosa para su realización personal. Sólo en el tomo final, no por casualidad titulado “El tiempo recobrado”, cuando ha pasado mucho tiempo de vida y de experiencia, ya madura su alma para dar el paso que promoverá un giro copernicano a su vida, el narrador, en una fiesta de máscaras en los salones de los príncipes de Guermantes, donde apenas reconoce a los invitados por el estrago del paso del tiempo, se produce en su alma la cristalización de todo su ser: decide ponerse manos a la obra y escribir lo que ya barruntaba en su cabeza y ahora le resulta nítido, esto es, una magna novela que tenga como fuente de inspiración su propia vida. Y así acaba la novela, en un juego magistral entre realidad y ficción.

La profesora María Luisa Santos, autora de un excelente ensayo sobre Proust y la Recherche titulado “NOMEOLVIDES. El deseo, la vocación y el arte. Estudios sobre Proust” – Nomeolvides es el nombre, castellanizado, de la flor miosotis, que aparece frecuentemente en la novela y simboliza la lucha contra el paso del tiempo – analiza la obra minuciosamente en claves temáticas. Mucho habla sobre la vocación de nuestro artista. He aquí un párrafo con una cita del mismo Proust:

«Las impresiones preludian un deseo de inmortalidad que se va a orientar más tarde en la creación. Pero no sólo ellas: la vocación va a cumplirse con un feliz resultado de la unidad de disponibilidad y gracia. Y el narrador indica cómo, a pesar del transcurrir de su vida, estaba en ella la vocación: “De suerte que, hasta aquel día, toda mi vida habría podido y no habría podido resumirse en este título: una vocación. No habría podido resumirse así porque la literatura no había desempeñado papel alguno en mi vida. Habría podido resumirse así porque esta vida, los recuerdos de sus tristezas, de sus goces, formaban una reserva semejante a ese albumen que se aloja en el óvulo de las plantas y del que éste saca su alimento para transformarse en grano… Mi vida estaba así en relación con lo que traería su maduración» (“El tiempo recobrado”, p. 250). (Pág. 237)

Otro tema capital que recorre la novela de cabo a rabo y se cuela por todos sus intersticios hasta iluminar con una luz prístina la obra, es el del arte. Proust era un artista que amaba profundamente el arte. En la novela aparecen los personajes más queridos por el narrador: el escritor Bergotte, el músico Vinteuil, el pintor Elstir, y en otro orden, el coleccionista de arte y estudioso Swann, su amigo Saint-Loup, aristócrata amante de la intelectualidad y el barón de Charlus, otro aristócrata muy bien formado en las artes, a pesar de sus rarezas. A la pintura, a la literatura, a la música, a la arquitectura le dedica sus mejores páginas evidenciando que el arte, para él, ocupaba el lugar privilegiado de sus preferencias vitales. He aquí una cita del libro de María Luisa Santos:

«El protagonista afirma en varios pasajes que el sentido de la vida procede del arte. Así, el Septeto de Vinteuil le causó una alegría “extraterrestre” que nunca olvidaría y que marcó las etapas de su vida con las señales de la trascendencia. La vivencia estética de esta obra le suscita una serie de reflexiones sobre el arte, su verdad y el tipo de placer que causa… El arte es el valor supremo» (p. 269).

Y un pasaje de “El tiempo recobrado”:

«La Verdad suprema de la vida está en el arte. El artista tiene que escuchar en todo momento su instinto, por lo que el arte es lo más real que existe, la escuela más austera de la vida y el verdadero Juicio Final» (“El tiempo recobrado”, p. 227).

He entresacado algunos párrafos del libro de María Luisa Santos en los que la autora analiza la actitud que nuestro novelista tiene sobre el arte:

«El arte está situado más alto que la verdad, más que la acción moral, más que la presencia del rostro, más que la religión. La belleza es el primer aspecto trascendental y la poiesis, correlativa a ella, la primera actitud trascendental» (p. 277).

«Después de decidir ser escritor, retoma estas ideas considerando que el tema de su obra no tiene que ser extraordinario, un gran “tema filosófico”, como creía cuando era muy joven en Combray. Además de las flores y los árboles, de espinos blancos y manzanos en flor, está la vida frívola de los salones: los Verdurin y los Guermantes, pueden ser fuente de su inspiración. Y la vejez y el tiempo. Su misma vida va a ser materia de su obra. Toda la realidad tiene dignidad para ser expresada por la literatura porque ella la eleva. Así se muestra una vez más que el arte está por encima de la vida» (p. 279).

«En síntesis, el arte rescata la verdadera realidad, presente en las impresiones originarias; por él tenemos acceso a ella; expresándola, la revela» (p. 279).

«El arte trasciende la individualidad solitaria, haciendo salir al yo de la incomunicación y del aislamiento subjetivo. La intersubjetividad que el protagonista no encontró en el amor y la amistad, va a encontrarla en el arte. Recordemos cómo sintió, oyendo el septeto, lo que podría ser la “comunicación de las almas» (p. 282).

«Pero además, al ser el mejor modo de recobrar el tiempo perdido, el arte trasciende la temporalidad. Es más, para el narrador el arte será “el único modo de superar el tiempo perdido”. Por eso es el mejor medio de superar la muerte, pues la obra trasciende el tiempo biográfico y deja una herencia preciosa» (p. 282).

«El arte está por encima del amor porque, insistimos, el amor viene marcado siempre por el dominio y los celos. Como indicamos en el estudio I, encontramos poca gratuidad en las relaciones amorosas que aparecen en la novela. Estamos muy lejos del himno al amor que se hace en Corintios 1, 13. Sólo el cariño de su abuela revivido en “las intermitencias del corazón”, tienen algunos rasgos de la caritas» (p. 282).

¿Era Proust un hombre religioso? ¿Aparece la religiosidad en su obra? Podríamos decir que explícitamente no. Pocos personajes aparecen descritos como auténticamente religiosos. En su mundo infantil, lleno de símbolos y creencias religiosas, sobresale su tía Leoncia. Pero con una piedad convencional.

Se afirma que el barón de Charlus era religioso. Pero de un modo medieval, parecido al mundo esculpido en las catedrales. Lógicamente no hay religiosidad en el mundo burgués, lleno de esnobismo, librepensadores y rancios progresistas del clan Verdurin. Tampoco los nobles son más religiosos. Los describe envueltos en la mentira, la maledicencia y la crueldad.

¿Y el protagonista? ¿Aparece en algún momento una oración, un sentimiento profundamente religioso? ¿Es su cambio del final una conversión religiosa? Hay momentos en los que el narrador vive situaciones límite que lo impulsan a desear la inmortalidad y la existencia de un paraíso. Al encontrarse con la muerte de seres queridos o admirados choca con la finitud: la “oración fúnebre” por la muerte de Bergotte, y el deseo de vivir “eternamente” con su abuela. En esos y otros momentos surge la dimensión religiosa del narrador.

¿Es religiosa la “conversión” de Marcel en la biblioteca? En sentido estricto, no. Porque no es respuesta a una Presencia a quien debe «acatamiento, súplica y refugio» (Zubiri).

Quedan los símbolos y la realidad simbolizada. Así en el mundo de su infancia las campanas, que le acompañarán siempre, la evocación de los conventos como lugares de paz. Las iglesias y las catedrales son amadas por el narrador. Desde la de Combray, paradigma de iglesia para él, hasta las distintas iglesias que pasan por la narración. No olvidemos que Proust tradujo la obra de Ruskin “La Biblia de Amiens” sobre la famosa catedral gótica. En todo lo referente a la religiosidad he seguido tout court la obra de María Luisa Santos.

No quiero acabar estas líneas sobre Proust sin referirme a su estilo. Nuestro autor escribe literalmente como nadie. Como narrador, no he conocido a nadie en la Historia de la Literatura que escriba mejor que Proust. Ni Cervantes – otra cosa es su contenido –, ni Víctor Hugo, ni García Márquez… Ningún narrador supera, en mi opinión, el estilo elaboradísimo del francés. Frases largas y sinuosas, llenas de metáforas dignas de los mejores poetas, un francés insuperable, auténtica Literatura con mayúscula, es el legado de Proust para los amantes de la lectura.

Quien ame todo el mundo que amó Proust no se pierda esta maravillosa obra. Eso sí, que se arme de paciencia y tiempo. La empresa merece la pena. Aunque como a mí, cueste más de un año leer los siete tomos.


P.D.
- En todo hemos seguido la edición española de Alianza Editorial traducida por el gran poeta Pedro Salinas y por Consuelo Bergés.

- La editorial del libro de María Luisa Santos es Monte Carmelo (Burgos, 2011). Desgraciadamente en la actualidad está descatalogado.

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