Anoche tuvo lugar uno de los ultimísimos encuentros del Meeting: una invitación a leer Cartas a mi hija, de Antonio Socci. El acto fue presentado por Camilo Fornasieri, director del Centro Cultural de Milán, y en él intervinieron, además del autor del libro, Andrea Marinzi, sacerdote de la Fraternidad de San Carlos Borromero, y Erasmo Figini, presidente de la asociación Cometa.
«He llenado el mundo de tu nombre, lo he escrito en el cielo y en la tierra, en los libros y en los corazones; lo escribiré en cada flor que nacerá la próxima primavera, y se lo haré susurrar al mar». No sé si uno se puede imaginar el dolor, la experiencia por la que pasa un hombre cuya hija ya no se mueve. Yo no soy capaz. Como tampoco puedo comprender cómo puede vivir. Pero ayer me senté frente a una pantalla en un patio del Meeting y escuché a un hombre así.
Catarina tiene 28 años. Hace cuatro – el 12 de septiembre de 2009 – sufre un paro cardíaco y queda en coma. Esto abre una herida gigantesca en sus padres, y una pregunta quizás aún más grande. «Frente a los hechos que suceden, ir al fondo transforma la vida y a uno mismo», afirmó Fornasieri, lanzando un desafío. Durante una hora los tres hombres que había subidos al escenario nos invitaron y ayudaron a ir hasta el fondo. Mantuve la atención.
El primer invitado en hablar fue Andrea Marinzi, sacerdote de la Fraternidad de San Carlos Borromeo, quien describió el libro Cartas a mi hija como un gran testimonio de amor y de fe «donde cada página, no obstante llena de un inmenso dolor, respira paz». Y es que es cuando nos acordamos de que nuestros hijos son hijos de Dios, dijo, cuando nos sentimos en paz. «El miedo, en cambio, aparece cuando te olvidas de que Jesucristo ha muerto por tu hijo». Por cada hijo. Y por aquella chica italiana dos años mayor que yo que permanece inmóvil por quién sabe qué razón.
Marinzi aprovechó para hablar sobre el papel que tienen los padres con respecto a sus hijos; un papel que a menudo confunden. «Un padre debería estar lleno de curiosidad por qué será de su hijo, y no tener un proyecto sobre él. Debería permanecer en silencio, como si estuviera frente al mar». El sacerdote de la San Carlo describió a Socci como alguien con la posición de uno que confía en Dios. Pues Socci escribe en su libro: «Perdidas todas nuestras seguridades, nos hemos puesto en camino. Esta precariedad se ha vuelto en un gran paso de nuestra conversión». Y yo me pregunto: “¿cómo es posible?”, y me digo “no lo sé, pero lo creo”. Marinzi entonces responde, sin saberlo, a mi pregunta, cuando dice: «Sólo quien reza es capaz de abandonarse a Dios». Tendremos que rezar, entonces. Para ser más de Dios. Tomo nota.
Catarina y la mujer de Betania
Cuando la hija de Antonio Socci tuvo ese paro cardíaco que supuso un giro radical en su vida, la familia se trasladó a Bolonia por temas médicos. Allí estuvieron un año y medio. Un año y medio que cambió a muchos jóvenes que los conocieron. «¿Quién habría podido imaginar que Catarina pudiese cambiar tantas vidas desde una cama?», continuó Marinzi. Imaginar, no. Pero creer, sí lo creo. E hizo referencia a unas palabras de don Giussani sobre aquella mujer de Betania que, en el Evangelio, entra en la casa donde está Jesús y se pone a sus pies, enjugando sus pies con sus cabellos: «En esa habitación sólo ella vivía; porque sólo amar es vivir».
Erasmo Figini, presidente de la asociación Cometa, asociación italiana que ofrece acogida y propuestas socio-educativas a menores y sus familias, fue el segundo en intervenir. El autor de Cartas a mi hija se reservó hasta el final. Tenía muchas ganas de escucharlo.
«Doy gracias a Dios por permitir el dolor, que me ha hecho descubrir el significado de la vida». Figini empezó así la narración de su historia, en la que la paternidad es algo que lo acompaña siempre. «La paternidad no es una palabra ni una acción, sino una presencia. La experiencia de perdón, dolor y misericordia están intrínsecas en la paternidad». El presidente de Cometa habló de un hijo de acogida que una vez se escapó y que no volvió hasta dos meses después. Su padre (Figini no hace distinciones entre hijos biológicos y los adoptivos o de acogida) nunca lo abandonó: trató de dar con él, lo llamaba por teléfono, etc. Finalmente, un día el chico, de vuelta a casa, le dijo: «Yo lo que necesito no es un trabajo, sino un padre».
Figini contó entonces la historia de Chiccha, un bebé que los servicios sociales italianos les pidieron acoger. Un bebé que padecía una enfermedad degenerativa y a la que daban un máximo de dos años de vida. Esta familia de Cometa la acogió. Dijo sí. El día de su funeral estuvieron presentes más de 400 personas. El funeral de esta vida tan insignificante, aparentemente. «Hay dolor», dice Figini, «pero se abre a la vida. Se viene del Padre y se vuelve al Padre». Añadió una última cosa sobre esta querida niña: «Su última mirada y su última sonrisa fueron el espejo del Paraíso, la confirmación de una certeza». ¿Podemos imaginarnos esos ojos? El pasado diciembre los vi en la foto de un amigo. Un amigo que lo es también de Chiccha. Le pediré volver a verla. Y buscaré el Paraíso en ese trozo de papel.
Recientemente, a la asociación Cometa les han pedido acoger a neonatos que, después de un año, irán a vivir con familias adoptivas. Los Figini han vuelto a decir “sí”. Ayer, Erasmo recordaba a don Giussani: «La aventura de la vida es la pasión por cada hombre». Esto se ve en muchas personas que están en el Meeting. Esa pasión por el hombre. Por cada hombre.
Cristo bendito, el invisible pero real Esposo, Padre, Amigo
Por fin llega Antonio Socci. «La vida no se puede vivir sin Jesús al lado. Jesús, siempre disponible y caluroso, pero con la presencia de un fuego». La intervención del hombre al que estuve esperando escuchar desde que me senté en el patio fue breve, muy breve. Pero fue suficiente. Más que eso. Terminó con un trozo de la novela En el camino, de Jack KerouacK: «Pero entonces bailaban por las calles como peonzas enloquecidas, y yo vacilaba tras ellos como he estado haciendo toda mi vida mientras sigo a la gente que me interesa, porque la única gente que me interesa está loca, la gente que está loca por vivir, loca por hablar, loca por salvarse, con ganas de todo al mismo tiempo, la gente que nunca bosteza ni habla de lugares comunes, sino que arde, arde como fabulosos cohetes amarillos explotando igual que arañas entre las estrellas y entonces se ve estallar una luz azul y todo el mundo suelta un “¡Ahhh!”».
Para Socci, lo que hace heroico el camino en la cotidianidad es la compañía, los amigos: «Todos tenemos un montón de amigos como los que describe Kerouack, que arden. Y nosotros también podemos arder: para llenar este fuego, no necesitamos hacer cosas anormales: basta con ofrecer un vaso de agua para amar “a uno de estos pequeños”».
El recorrido por el desafío que lanzaron estos cuatro hombres (los 3 que intervinieron y el que presentó el libro) terminó con la conclusión de Camilo Fornasieri: «Lo humano en nosotros siempre lo ha hecho Otro». A esto siguió un aplauso en el que yo viví un silencio: el silencio de aquella presencia que quiso que ayer estuviera allí; de aquella presencia invisible que es, no obstante, más real que todo lo demás. Me levanté de la silla del patio aún con preguntas, pero, sobre todo, con esa paz que da todo lo verdadero. Que, en este caso, está ligado a ese modo concreto de vivir del padre de Catarina, que ya ha empezado a dar a conocer su nombre a las flores y se lo susurra al océano.
Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón