En 1952 se publicó en Inglaterra un libro con el extraño título de Mero cristianismo, de Clive Staples Lewis, que ya era famoso incluso fuera de la madre patria por sus Cartas del diablo a su sobrino y Las crónicas de Narnia.
Con esta obra dedicada al “mero” cristianismo, es decir, a los principios básicos de la fe, comunes a toda confesión cristiana, el poliédrico genio del profesor de filología de Cambridge, poeta y apologeta, ensayista y novelista, ponía orden y recogía en un único volumen sus reflexiones de más de una década sobre la fe cristiana, esa fe que a finales de los años 20 había conocido y abrazado gracias a diversos “encuentros”, con los libros de George MacDonald y Gilbert Keith Chesterton, y con la persona de J.R.R.Tolkien.
Como buen converso fue también un enérgico apologeta: igual que hizo Chesterton en las primeras décadas del siglo, también Lewis entre los años 40 y 60 recorre a lo largo y a lo ancho el territorio británico para desafiar, en vivo y también por radio, a ateos y agnósticos en singular combate, y por tanto a derrotarles en virtud de su excepcional fuerza dialéctica. Esa misma fuerza que, junto a su cultura filológica, su agudeza psicológica y su gran conocimiento del corazón humano, podemos comprobar en todas sus obras. Justamente de su actividad como conferenciante nace en 1942 el volumen Broadcast Talks y al año siguiente Christian Behaviour: A Further Series of Broadcast Talks seguido de Beyond Personality: the Christian Idea of God, publicado en 1944. De hecho, Mero cristianismo es la edición revisada y ampliada de estos tres volúmenes en uno solo, y de algún modo constituye la summa del Lewis apologeta.
En este libro, tan breve como valioso, resplandece toda la fuerza intelectual y la claridad espiritual del Lewis apologeta pugnaz, digno heredero de Chesterton, quizá menos sangrante y divertido que el ilustre creador del padre Brown, pero dotado de un estilo más límpido y distante (no por ello menos eficaz, por otro lado). El lector medio del tercer milenio puede disfrutar de los razonamientos de Lewis que le introducen con la fuerza de un moderno padre de la Iglesia en la viveza de la fe cristiana, presentada al mismo tiempo con pasión y equilibrio.
En las páginas de Lewis encontrará las enseñanzas de Agustín (espléndida en la primera parte la crítica al dualismo), donde «…la maldad no puede conseguir siquiera ser mala del mismo modo en que la bondad es buena. La bondad es, por así decirlo, ella misma, mientras que la maldad es sólo bondad echada a perder. Y para que algo se estropee primero tiene que ser bueno (…). ¿Empezáis a comprender por qué el cristianismo ha dicho siempre que el diablo es un ángel caído? Eso no es un mero cuento infantil. Es un reconocimiento real de que el mal es un parásito, no la cosa original”, una valoración de los sentidos y de la razón humana con un claro sello “tomista”».
Todo esto aderezado con las “salsas” típicamente británicas del buen sentido, el humor y un sentimiento poético innato. Si para Borges, “inglés de Buenos Aires”, la poesía es esencialmente captar la extrañeza de las cosas de la vida, también para Lewis, discípulo de Chesterton, el cristianismo destaca entre las demás religiones por su extrañeza, es decir, por su correspondencia con la realidad: «La realidad, de hecho, suele ser algo que no habríais podido adivinar. Esa es una de las razones por las que creo al cristianismo. Es una religión que no podría haberse adivinado. Si nos hubiera ofrecido exactamente la clase de universo que siempre habríamos esperado, yo habría sentido que la estábamos inventando. Pero, de hecho, no es algo que cualquiera hubiese podido inventar. Tiene justamente ese ingrediente de peculiaridad que poseen las cosas reales».
Con esta misma frescura y ligereza, Lewis se mueve entre los principales dogmas del cristianismo, de la creación a la encarnación, pasando por el pecado original («A Dios no le cuesta nada, por lo que sabemos, crear cosas buenas, pero convertir voluntades rebeldes le costó la crucifixión»), con razonamientos tan rigurosos y nítidos como políticamente incorrectos (se trata siempre de hablar de Cristo, signo de contradicción), como la distinción final entre “buenas personas” y “hombres nuevos” que el cristianismo, esta religión siempre joven, ha venido a establecer definitivamente: «comparada con el desarrollo del hombre en nuestro planeta, la difusión del cristianismo entre la raza humana parece ir a la velocidad del rayo, puesto que dos mil años son casi nada en la historia del universo (…) seguimos siendo los primeros cristianos (…) aún seguimos echando los dientes. El mundo no cristiano, sin duda, piensa exactamente lo contrario. Cree que nos estamos muriendo de viejos. ¡Pero ha pensado eso tantas veces! (…) La igualdad se encuentra sobre todo entre los hombres más naturales, no en aquellos que se entregan a Cristo. ¡Cuán monótonamente iguales son los grandes conquistadores y tiranos; cuán gloriosamente diferentes son los santos!».
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