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RESEÑAS

Todas las razones del cristianismo, en “La infancia de Jesús”

Ignacio Carbajosa
21/01/2013

El Papa, con el realismo propio de quien conoce el peso del tiempo, quiso comenzar la publicación de su obra Jesús de Nazaret con los dos volúmenes dedicados a la vida pública de Jesús. No era obvio que pudiese terminar la obra completa, por eso decidió centrar el tiro en lo esencial: la vida de Jesús, Su pretensión divina, Su muerte y Resurrección. Alguno podría decir: ¿por qué ahora poner por delante de toda la obra un volumen sobre su infancia? ¿Hay algo en juego? ¿No ha ofrecido ya Benedicto XVI su contribución a la exégesis y a la razonabilidad de la fe?
A estas preguntas podemos responder decididamente: aún hay cosas en juego en los relatos de la infancia de Jesús que merecen una ulterior contribución del Ratzinger teólogo. De hecho podríamos aceptar, en línea de máxima, lo que el Papa ya ha dicho en los dos volúmenes precedentes sobre la interpretación de los Evangelios y de la persona de Jesús y, sin embargo, mantener un cierto escepticismo, compartido por un sector de la exégesis católica, respecto a la naturaleza histórica de los relatos de la infancia. Estos podrían clasificados dentro del vago género de “relatos teológicos”, entendidos como recreaciones literarias que intentan profundizar en el misterio de Jesús. En este último volumen, Benedicto XVI mira a la cara esta objeción. Por poner un ejemplo, veamos cómo afronta la tradición evangélica sobre la virginidad de María y las interpretaciones al respecto en el ámbito exegético.
Lo que nos han transmitido los Evangelios, se pregunta el Papa, «sobre la concepción de Jesús por obra del Espíritu Santo en el seno de la Virgen María, ¿es una realidad histórica, un acontecimiento verdaderamente ocurrido, o bien una leyenda piadosa que quiere expresar e interpretar a su manera el misterio de Jesús?» (57). Para abordar este argumento, Ratzinger pasa revista a las objeciones planteadas a la historicidad de estos relatos, empezando por la hipótesis que hace derivar la narración evangélica de los arquetipos de la historia de las religiones. Al presentar estas ideas y las narraciones ligadas a ellas, Benedicto XVI muestra la profunda diferencia con el relato evangélico para concluir que no existe un verdadero paralelismo capaz de sostener la hipótesis de una dependencia literaria.
Ratzinger, sin embargo, no se detiene en los argumentos históricos y literarios, consciente de que muchas veces las objeciones no tienen su origen en los datos sino en los presupuestos filosóficos y culturales de los críticos. De hecho, en la mentalidad actual, «a Dios se le permite actuar en las ideas y los pensamientos, en la esfera espiritual, pero no en la materia. Eso nos estorba» (62). Sin hacer una referencia explícita, el Papa alude a la objeción llamada kantiana pero formulada por Lessing con lucidez al afirmar que las verdades históricas y casuales no pueden convertirse en pruebas de verdades eternas y necesarias (Sobre la demostración del espíritu y de la fuerza). A Dios se le permite existir, pero no intervenir en la historia. En realidad, su intervención no tendría sentido: lo que sucede en las coordenadas espacio-temporales no puede pretender ser el lugar de la comprensión del hombre y de su naturaleza. El nacimiento de la Virgen, así como la resurrección del sepulcro, se han convertido en «un escándalo para el espíritu moderno» (62).
¿Pero es razonable esta objeción? En este debate está en juego la naturaleza de Dios: «Si Dios no tiene poder también sobre la materia, entonces no es Dios» (63). Con el parto virginal y la resurrección del sepulcro se pone en evidencia el poder creativo de Dios, que abraza todo el ser. Frente a la tesis kantiana, en la Encarnación «lo universal y lo concreto se tocan recíprocamente» (71).
Más allá del hilo argumental con el que Ratzinger sale al encuentro de las objeciones modernas planteadas a los relatos de la infancia, este tercer volumen está construido con el acento pedagógico que es característico de la obra del Papa alemán desde sus primeros pasos en el ámbito teológico. De hecho, el punto de partida de este libro es la pregunta acerca del origen de Jesús, una pregunta muy concreta que surgía en la convivencia con él, a pesar de que sus datos personales fueran conocidos: hijo de José, hijo de María, de Nazaret. “Tú, ¿quién eres?”, “¿de dónde eres?”, son preguntas que nacían ante los gestos asombrosos y las palabras reveladoras de Jesús. Los relatos de la infancia responden, desde el principio, a esta pregunta poniendo de relieve el origen sobrenatural de Su Persona. Así somos introducidos en el misterio de aquel hombre. Lo que Jesús desvela explícitamente sólo al final de Su vida pública, se anticipa en los Evangelios de la infancia a aquellos que ya creían en él.
Con la voluntad de valorar todos los factores en juego, Ratzinger subraya la presencia masiva de textos del Antiguo Testamento, citados explícita e implícitamente, que sostienen e incluso configuran la redacción del texto de la infancia de Mateo y Lucas. Tampoco aquí cede Benedicto XVI a la objeción moderna según la cual los relatos fueron construidos de un modo artificial para demostrar el cumplimiento de las Escrituras. Sin embargo, reconoce que estamos ante una “historia interpretada”: «Hay una relación recíproca entre la palabra interpretativa de Dios y la historia interpretativa» (24). La vieja cita de san Agustín, Novum in Vetere latet et in Novo Vetus patet (“El Nuevo Testamento está latente en el Antiguo, y el Antiguo se hace patente en el Nuevo”) encuentra en las primeras páginas de los Evangelios una imponente ilustración. De hecho, en palabras de Ratzinger, el Antiguo se hace patente en el Nuevo en el sentido de que «en él se describe una historia que explica la Escritura y, viceversa, aquello que la Escritura ha querido decir en muchos lugares, sólo se hace visible ahora, por medio de esta nueva historia (…). La historia que se narra aquí no es simplemente una ilustración de las palabras antiguas, sino la realidad que aquellas palabras estaban esperando» (22).
Con este tercer volumen, el Papa puede decir con razón “explicit opus magnum”.

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