El llamado botrytis cinérea es un parásito que arruina los racimos a punto de vendimia, pero que en condiciones especialísimas (unos días de gran sequedad tras un periodo de humedad, y estando ya el fruto maduro) se limita a extraer el agua del interior de las uvas, dando lugar a esos racimos de oro denso y dulce de los que luego saldrán gloriosos el vino de Sauternes, el tokaji y algunos vinos de pasas que todavía huelen como mi niñez. Podredumbre gris se llama a esa infección en el primero de los casos. En el segundo, es la deseada podredumbre noble. Descomposición, muerte, en cualquier caso. Y, sin embargo, ¡qué diferencia! ¿Hay una imagen mejor de la acción del hombre que se apoya en sí mismo (feria quarta cinerum) frente a la contemplación atónita de ese mismo hombre cuando permite que las condiciones especialísimas de la gracia transformen su torpe hacer de siervo inútil en luz de matices escarlatas y dorados (hic est enim calix sanguinis mei)?
Esa metáfora del hongo ceniciento exhibe una sensibilidad muy particular, especialmente adecuada para descubrir en nuestra carne sombría cada vestigio del espíritu luminoso con que fue amasada. De esa sensibilidad anti-dualista rezuma el “breviario de combate y vulnerabilidad” que nos brinda en La fe de los demonios Fabrice Hadjadj, un joven pensador católico francés de origen judío y nombre árabe que enseña en Toulon, y cuyo nombre estoy seguro de que aprenderemos a pronunciar correctamente a pesar de su extraña grafía. Esta obra, que he tenido el privilegio de traducir al español para la Editorial Nuevo Inicio, será un tesoro bajo la almohada de todos los que sienten la necesidad de ceñirse el cinturón negro en aquellas artes marciales a las que nos invitaba el Apóstol. Para los que han descubierto que «nuestra lucha no es contra la carne ni la sangre, sino contra los espíritus del mal que viven en este mundo tenebroso», y que no quieren debatirse agotados «dando golpes en el vacío».
No es éste un tratado de demonología, aunque se hable en él con amplitud de los ángeles caídos. Se habla aquí del hombre. Recuérdese que el decadente diablo que Dostoyevski ponía ante Ivan Karamazov le advertía, subvirtiendo a Terencio: Satanas sum et nihil humani a me alienum puto. También San Juan Crisóstomo confesaba ante sus cristianos que no le era grato disertar sobre el demonio, pero que esa doctrina era ocasión de gran provecho para ellos. Encontrará el lector en este libro una reflexión honda y accesible sobre la lógica del mal que actúa dentro de nosotros y en torno a nosotros. Una meditación sobre el hombre carnal y su conocimiento del Dios encarnado. Que seguramente acabará seduciendo al lector y poniéndolo mansamente de rodillas para una segunda lectura mucho más pausada. Para que pueda calibrar gozosamente el peso de su cuerpo. Así dicen que pintaba sus anunciaciones el florentino fray Juan de Fiésole, sostenido por ángeles de alas irisadas. El encuentro, entre las páginas de un libro, con un autor de inteligencia tan poética como Hadjadj siempre estimula a nuestro espíritu y lo llena de gratitud. Pero hacía ya mucho tiempo que la lectura de un libro, además, no me afectaba hasta el punto de conseguir que me viera a mí mismo como un perfecto y pobre desconocido.
Los llamados “experimentos mentales”, en los que nos inició Einstein y que tan fructíferos han sido para la Física, también se podrían ensayar en otros ámbitos del pensamiento. ¿Qué ocurriría, por ejemplo, si de aquí a mañana encontráramos una teodicea infalible que obligara a todos los hombres a reconocer la existencia de Dios? Que la verdad de Dios se impondría a nuestra razón como se impone la certeza de los teoremas matemáticos. Pero tal deslumbramiento, ¿acaso se compadece con la penumbra que requiere y posibilita el verdadero acercamiento amoroso? La nupcialidad del conocimiento que nos ofrece de Sí mismo, ¿no exige que Dios se esconda entre las sombras de la alcoba de nuestra inteligencia? El hecho de que el verbo “conocer” sea en la Escritura tan ambiguo como para incluir a la vez la sabiduría espiritual y el saboreo carnal, ¿es pobreza semítica o ironía divina? La peor de las perversiones, la esencia de lo demoníaco que nos acecha, dijo Santo Tomás de Aquino, la naturaleza pura (que es sólo la naturaleza caída), digo yo ahora, es el intento de «poseer la bienaventuranza postrera por las propias fuerzas».
El endemoniado de Cafarnaúm entra en la sinagoga y se dirige directamente a Jesús: Sé quién eres tú. Afirma a Dios. Pero esa prueba de su existencia sirve para evitar la prueba de su amor.
La fe de los demonios (o el ateísmo superado)
Fabrice Hadjadj
Nuevo Inicio
pp. 278 – 23.00 €
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