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RESEÑAS

Ante las celebraciones de los Bicentenarios de las independencias latinoamericanas

Fidel González Fernández
04/01/2012

A partir de la segunda década de nuestro siglo XXI en casi todos los países del Continente Latinoamericano se multiplican las manifestaciones celebrativas con motivo del “bicentenario de las independencias”. El tema ha despertado notable interés, aunque con diferentes marcados planteamientos historiográficos. El Dr. Guzman Carriquiry Lecour, conocido historiador de temas latinoamericanos, nos ofrece un pequeño pero denso ensayo de carácter histórico en el que conjuga hábilmente los aspectos culturales, sociales y políticos, sin contraposiciones dialécticas y olvidos graves como las de las raíces culturales del alma católica del Continente latinoamericano:

El Bicentenario de la Independencia de los países latinoamericanos.
Ayer y hoy

Prólogo del cardenal Jorge Mario Bergoglio, E. Encuentro.
Madrid 2011, 132 pp.


Guzmán Carriquiry, uruguayo, trabaja desde hace treinta años al servicio de la Santa Sede en Roma, y desde este lugar privilegiado de observación ha podido seguir la realidad latinoamericana y las problemáticas de la Iglesia católica en el mundo, primero como subsecretario del Pontificio Consejo de los Laicos y ahora como secretario de la Pontificia Comisión para América Latina (CAL). El Dr. Carriquiry, seglar y casado, es el primer caso en la historia de los Organismos de la Curia Romana en el que un seglar ocupa tal cargo.
El origen de este ensayo es una conferencia que el autor impartió a los embajadores latinoamericanos ante la Santa Sede con motivo de las celebraciones de las independencias latinoamericanas. A partir del 2010 se han multiplicado estas conmemoraciones. Las celebraciones, de las que el ensayo de Carriquiry nos ofrece un panorama preciso, muestran por una parte la importancia de las independencias en el proceso histórico de la formación moderna de los diversos Estados latinoamericanos, y por otra la complejidad del proceso que cruza las fronteras artificiales de los Estados. Recuerda el cardenal Bergoglio en el prólogo la distinción entre conceptos como país, patria y nación, conceptos elaborados a partir de los debates sobre el tema desde la Ilustración a la Revolución Francesa y el Romanticismo liberal. “Un país es el espacio geográfico, la nación la constituye el andamiaje institucional. La patria, en cambio, es lo recibido de los padres y lo que hemos de entregar a los hijos. Un país puede ser mutilado, la nación puede transformarse […], pero la patria o mantiene su ser fundante o muere; patria dice a patrimonio, a lo recibido y que hay que entregar acrecentado pero no adulterado. Patria dice a paternidad y filiación […]. Patria entraña necesariamente una tensión entre la memoria del pasado, el compromiso con la realidad del presente y la utopía que proyecta hacia el futuro” (pp. 8-9). Aquí precisamente encontramos el punto de partida del ensayo de Carriquiry.
En esta “gran patria”, en el sentido latino original de la palabra, las raíces católicas y las componentes étnicas y culturales “indianas” e ibéricas han conformado una cultura precisa que supera las fronteras estatales. Por ello la Iglesia católica no puede ser discriminada ni por parte suya desinteresarse de estos momentos históricos. Como el Documento conclusivo de la V Conferencia General del Episcopado Latinoamericano (Aparecida, Brasil, 2007) dice: “En América Latina y en el Caribe, cuando muchos de nuestros pueblos se preparan para celebrar el bicentenario de sus independencias, nos encontramos frente al desafío de revitalizar nuestro modo de ser católicos y de nuestra elección personal por el Señor, porque la fe cristiana ahonde sus raíces más profundamente en el corazón de las personas y de los pueblos latinoamericanos” (n. 13). Por ello las Conferencias episcopales de A.L. están promoviendo iniciativas de estudio, que el Dr Carriquiry reseña en su ensayo. Sin embargo, el ensayo del Dr. Carriquiry no es una lista de celebraciones. Ante todo nos ofrece algunos criterios hermenéuticos para introducirnos en aquellos procesos históricos particulares. Tales criterios hermenéuticos evitan dejarse arrastrar por algunos tópicos de una historiografía anacrónica y dialéctica ya superada. Carriquiry trata de encuadrar el proceso de las independencias a partir de una comprensión de las mentalidades del tiempo y de los hechos como sucedieron y no como podrían ser imaginados por las diversas ideologías.
En este sentido el ensayo del Dr. Carriquiry logra presentarnos una síntesis histórica sin censurar factores del proceso, que dada su complejidad con frecuencia han sido instrumentalizados por interpretaciones notoriamente mesiánicas o por utopías anti-históricas y románticamente libertarias. Al contrario, el intento del Dr. Carriquiry es el de comprender aquel el proceso histórico desde dentro, ofreciendo también algunas indicaciones sobre la realidad de aquellos pueblos, profundamente enraizados en la experiencia del catolicismo. Por ello, el subtítulo del libro “Ayer y hoy” expresa también esta dimensión del Continente Latinoamericano: no un simple análisis de los datos sociológicos del pasado, ni un propuesta utópica para el futuro, sino, como escribe en el prólogo el Cardenal Bergoglio, “un libro de historia, de Historia con mayúscula en la cual el protagonista es el pueblo, los pueblos latinoamericanos”.
Carriquiry, aparte de señalar algunos tópicos historiográficos bien conocidos, señala también una serie de peligros que habría que evitar en estas celebraciones, llenas de discursos “patrióticos”, y subraya las líneas características de una experiencia con raíces comunes de todos los países del Continente Iberoamericano, incluido por lo tanto Brasil. Explica a continuación cómo todavía hoy quedan “residuos” coloniales, especialmente en el Caribe, y cómo también el “bicentenario” no tiene un año preciso de comienzo para todos los países del Continente, ni tampoco un término de conclusión de un proceso idéntico para todos; sino que se trata de un proceso de décadas, que va desde finales del siglo XVIII a mediados del siglo XIX, con etapas muy variadas según los casos.
Señala luego la situación crítica de los reinos de España y Portugal a lo largo del siglo XVIII y comienzos del XIX, sobre todo en coincidencia con la invasión napoleónica, donde predomina una actitud combativa contra la Francia revolucionaria y napoleónica, actitud y lucha que pasan luego a los territorios americanos y que será uno de los factores fundamentales de los comienzos de los movimientos emancipadores en aquellas regiones. El clero, tanto el peninsular como el de aquellas regiones, tendrá un papel importante en aquellas luchas. Aquí nos parece que hay que subrayar un aspecto, señalado específicamente también por Carriquiry, de cómo en la España del siglo XVIII se asiste a un notable despertar intelectual e incluso científico, conocido como la “ilustración reformista española”, que tendrá un influjo indiscutible en aquellos procesos de emancipación jurídica y política.
Pasa luego a indicar los diversos movimientos emancipadores y los factores que los han acompañado. Un factor fundamental, común a todos, fue el de la invasión napoleónica de España, la fuerte reacción popular, su repercusión también inmediata en toda Hispanoamérica. “Nuestros procesos de independencia -escribe Carriquiry- no fueron, salvo excepciones, grandes levantamientos de pueblos contra un poder colonial. Hubo españoles y americanos en ambos bandos, sobre todo muchos americanos en los ejércitos realistas. Y esto sucedió no sólo por el sistema practicado de reclutamientos forzosos en uno y otro bando. La crisis española se transformó en muchas partes en guerra civil, antes que en revolución de independencia. Oficiales españoles eran indios como Santa Cruz, que luchó por varios años contra los americanos insurrectos antes de plegarse a la lucha por la independencia. Del mismo modo, en los llanos venezolanos, en Colombia o entre los chilenos, peruanos y alto-peruanos, los españoles contaban con el apoyo de los sectores criollos más humildes. Generales mestizos de la Hispanoamérica independiente habían alcanzado sus grados en filas realistas, como por ejemplo Castilla y Gamarra. Incluso cabe recordar que hubo también peninsulares liberales que combatieron junto a los patriotas alzados” (p. 52), como Francisco Xavier Espoz y Mina, el mozo, famoso guerrillero durante la guerra contra Napoleón en España. Los ejemplos son numerosos y significativos, como el mismo Iturbide, general mexicano que proclamó la independencia de México habiendo sido antes jefe de las tropas realistas. Los libertadores pertenecieron con frecuencia a las ricas minorías criollas de latifundistas, comerciantes e “intelectuales”. Estos criollos, de descendencia española pero nacidos en América, a veces desde generaciones atrás residentes en los territorios americanos, constituían una oligarquía bien afianzada en las tierras y en los sentimientos americanos y se veían emarginados en las responsabilidades públicas por parte de los peninsulares. Esta “aristocracia” local constituye la base de la primera alta burguesía naciente de la primera fase del proceso emancipador que lucha por la consolidación del propio poder económico y político.
Muy pronto el proceso de las independencias entra en una segunda fase. En ella asistimos a una lucha, a veces feroz, entre dos partidos y concepciones del poder del Estado liberal: los conservadores y los liberales, hijos gemelos de la misma madre pero con divergencias violentas que por otra parte se ven claras en la misma España. Esta lucha lleva con frecuencia a una sucesiva fragmentación del poder de los nuevos países en nuevas unidades y al nacimiento de formaciones políticas radicales con una “balcanización” dentro de los nuevos Estados o a la creación de otros, separados de las grandes unidades políticas emancipadas. Uno de los hechos más clamorosos en la formación de estos nuevos Estados es sin duda la derrota de los grandes padres de la independencia. No es casualidad que los más famosos protagonistas de la emancipación americana hayan muerto derrotados, perseguidos, exiliados e incluso ajusticiados. Basta recordar los nombres de Hidalgo, Morelos, Artigas, San Martin, Bolívar, Iturbide, Morazán, Sucre y de muchos otros, arrastrados por las furias de las discordias políticas, difamados y víctimas de continuas conspiraciones. Bolívar muere con la dolorosa impresión de “haber arado en el mar”, dejando una herencia de caos. Años más tarde estos derrotados padres de la emancipación serán elevados a los altares de las patrias como héroes por los mismos que los habían ejecutado o exiliado. De hecho, como el mismo Bolívar señalaba al Congreso Colombiano de 1830 antes de dimitir: “Me ruborizo al decirlo: la independencia es el único bien que hemos adquirido a costa de los demás”.
Por ello, se pregunta Carriquiry: ¿cuál fue el coste y las condiciones por las que se consiguió la independencia? Y responde: a costa de las condiciones del subdesarrollo en las décadas siguientes; a costa de la dependencia neocolonial, sobre todo del imperio económico inglés primero y del estadounidense luego; a costa de la “balcanización” de los antiguos dominios españoles; a costa del empeoramiento de la situación de los sectores indígenas (uno de los puntos más olvidados y trágicos); a costa de la constitución de polis oligárquicas: minorías de comerciantes y hacendados acaudalados, junto con sus “doctores”, concentrados en las capitales o en las ciudades-puertos, que cultivaban sus propios intereses, promulgaban constituciones que dejaban fuera de la vida pública a las grandes mayorías de los nuevos países, convertidas en un proletariado ingente. Pero al mismo tiempo estas nuevas oligarquías lucharán ferozmente entre sí y empujarán a los nuevos Estados en una sima de anarquías donde una pléyade de caudillos, verdaderos jefes bandoleros, imponían gobiernos y constituciones según su capricho. En esta lista de costes hay que añadir el desmantelamiento eclesiástico y la crisis de la cristiandad indiana, que deja a la Iglesia sin obispos, sin sacerdotes y sin obras de caridad ni de educación y al capricho de aquellos caciques. Sólo quedaba en pie la religiosidad popular de las masas campesinas. Se dan también con frecuencia violentas reacciones populares contra tales imposiciones. Un caso típico será el de la cristiada en México, ya en pleno siglo XX.
La suma de estos costes ha sido el cisma entre las elites políticas, intelectuales y económicas y el pueblo. Los hechos de la historia más reciente lo demuestran, como en el caso de la dramática historia de los cristeros mexicanos, de su levantamiento y de la represión monstruosa por parte del Estado mexicano de entonces. Por ello, como Carriquiry concluye este denso capítulo, “un verdadero saber de las raíces indígenas, un verdadero saber de España y Portugal y, sobre todo, un verdadero saber de la Iglesia católica –que es lo más inclusivo de gentes y mundos latinoamericanos–, y más allá de toda leyenda, mitología o ideología, resulta fundamental como ingrediente de una auténtica conciencia latinoamericana” (p. 84).
A partir de estos datos, Carriquiry propone como conclusión una serie de puntos siguiendo la doctrina social de la Iglesia sobre todo en el modo de concebir el Estado y sus intervenciones en el campo de la economía y de las relaciones (pp. 84-129). En un momento en el que el mundo latinoamericano es víctima de fuertes fiebres ideológicas, con tímidos experimentos democráticos, hay que relanzar una propuesta clara de experiencia cristiana, algo que no se vio claro a lo largo de la historia emancipadora. Sus páginas dramáticas acabaron casi siempre de manera trágica. Hoy se necesita lanzar un movimiento cultural que busque nuevos fundamentos vivos que lleven a una autoconciencia del propio yo cultural y por lo tanto a un redescubrimiento de la identidad propia de cuanto los obispos latinoamericanos están proponiendo desde hace años en sus encuentros del CELAM. En esta apuesta no se puede marginar a los países no latinos. Un reconocido historiador de Uruguay, Alberto Methol Ferré, “bien había advertido que después del desenfoque histórico de los ateísmos mesiánicos y de su utopías salvacionistas –que habían tenido en el marxismo su vértice ideológico y en el socialismo real los primeros Estados confesionalmente ateos de la historia–, ahora había que afrontar sobre todo esa corriente de hedonismo nihilista en la que desembocan las crisis de los credos ideológicos” (p. 125). A la luz de estos criterios, el autor apuesta por un llamamiento a una nueva “gesta patriótica” que nada tiene que ver con los antiguas proclamas románticas del liberalismo decimonónico, sino que ahonda sus raíces en el sano realismo cristiano, como subraya Benedicto XVI en la encíclica Caritas in veritate.

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