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RESEÑAS

Enzo Piccinini. La aventura de una amistad

Javier Ortega
31/05/2010

«Era poco frecuente toparse con un cirujano como aquel. Jamás se daba por vencido. Sus ojos eran indómitos y curiosos, como los de un niño. Se atrevía a ir más allá del punto en el que otros se detenían. Si un enfermo lo requería, él se implicaba a fondo y nunca lo desasistía, aunque desde el punto de vista quirúrgico no se pudiera hacer nada más. Pero si existía una pequeña posibilidad de solución, él la perseguía con empeño». Así comienza el autor, Emilio Bonicelli, conocido periodista italiano, a describir la relación con su amigo Enzo Piccinini, en este libro fascinante publicado una vez cumplidos los diez años de su dramática muerte en accidente de coche, sucedida en la madrugada del 26 de mayo de 1999. Prosigue Bonicelli: «Resultaba extraordinario ver cómo iba penetrando en su vida la pasión por Cristo, incluso en los gestos más simples y cotidianos. Al comer, al dialogar juntos, al discutir de política o de los problemas de los hijos. Había un ‘algo más’. Él te cogía de la mano y te acompañaba más allá. Frente a ti, abría nuevos horizontes. De forma que, en su compañía, lo cotidiano se hacía sublime, y lo sublime cotidiano». Enzo tenía entonces 47 años, a pocos días de cumplir 48. Renombrado cirujano, padre de cuatro hijos, aquella noche volvía de una cena en la que se había reunido con otros amigos responsables de la realidad universitaria de Comunión y Liberación; y continúa describiendo Emilio: «Fue entonces cuando se cumplió un misterioso designio. Y así, una noche, mientras volvía de Milán, la carretera que se retuerce, y su coche que sale volando contra el terraplén de un puente. Para hacer más grande el proyecto de comunión. Y en ese terraplén cubierto de hierba le esperaba la cita, cara a cara, con el Señor. Él nos ha aventajado. Nos ha precedido como siempre hacía, consumido por el amor que ardía, como fuego, en su corazón».
A Enzo le apremiaba responder a una pregunta clave en su existencia: ‘¿Cómo puede estar unida mi vida? ¿Cómo se puede estar unido en la salud y en la enfermedad, en el tiempo libre y en el trabajo, con los amigos y con la familia? ¿Es esto posible?’ Y él mismo se respondía: «La vida está unida si se pone el corazón en todo lo que se hace. El corazón no como sentimiento, sino como deseo insuprimible de felicidad, de bien, de verdad, de justicia. Ese deseo que uno siempre alberga y al que tú solo no puedes dar respuesta plena. Poder poner en juego todo el corazón –es decir, tu deseo de felicidad al completo–, en todo lo que haces: tanto en las situaciones fáciles como en las difíciles, en el cansancio o en la diversión, en la familia o en el trabajo. El corazón, como deseo irreductible de lo verdadero, de lo hermoso, de ser queridos y de querer. […] Todo esto, sin embargo, no basta, porque solos no resistimos. Incluso aquel que actúa con las mejores intenciones es incapaz. Hace falta que este ‘algo más grande’ sea una experiencia, sea Alguien presente al que se responde. No algo que pienso o que siento. […] Es necesario no estar solos. Hace falta un punto de apoyo. Necesitamos una pertenencia. […] Con el tiempo, la satisfacción no se le niega a quien se equivoca, sino que se le niega a quien no posee el sentido del misterio en su vida; es decir, algo más grande que está presente, que es un compañía a la que pertenecer».
Emilio Bonicelli nos invita así a adentrarnos en un cautivador libro biográfico, donde toman la palabra multitud de amigos, familiares y colegas de Enzo. Palabras autorizadas de personas que han compartido una vida grande con él y en los que la huella de la relación con una persona de tal humanidad emerge como indeleble, colmada de gratitud. Nos lo recuerda, particularmente, don Julián Carrón, en la homilía pronunciada a los diez años de su muerte y que ya recoge la edición española del libro: «Si hay un sentimiento que nos une a todos esta tarde es la gratitud por haber conocido, por habernos encontrado de alguna manera con Enzo en nuestra vida. Es una gratitud inmensa hacia Cristo porque nos lo ha dado, porque lo ha engendrado para mostrarnos a todos lo que puede llegar a ser la vida cuando en uno, como en él, se realiza la frase que se puede leer sobre su lápida: ‘En la sencillez de mi corazón te he dado todo con alegría’. […] Esta sencillez genera una personalidad tan arrolladora, tan inmersa en la realidad, tan coincidente consigo misma en el modo de actuar, tan apasionada por todo, que diez años después de la muerte de Enzo, todos acusamos aún el impacto –incluso aquellos que, como yo, le hemos tratado menos– de haber tenido la suerte de verle en acción, de experimentar en su cercanía algún acento de esa irresistible pasión que le distinguía».
Personalidad arrolladora fruto de una intensa relación personal y comunional con don Luigi Giussani, como manifiesta en el prólogo uno de sus grandes amigos, Giancarlo Cesana; médico como él, padre de tres hijos y responsable con Enzo en aquellos tiempos de la gran realidad universitaria italiana del Movimiento de Comunión y Liberación: «Enzo quería mucho a don Giussani, y era correspondido de la misma manera; ambos tenían temperamentos muy parecidos; pero, sobre todo, ambos tenían una gran pasión por descubrir a Cristo, por descubrir el rostro humano de Cristo. […] La alegría de que Dios es misericordia: esta experiencia es la trama fundamental de mi relación con Enzo, y de la conciencia de que, en el fondo, todo nos es dado, sobre todo la posibilidad de pertenecer a un lugar de vida como es el Movimiento». Para continuar diciendo más adelante en el libro: «Enzo hablaba de don Giussani como uno habla de un padre. Un padre, en el sentido autorizado del término. Un padre con el que él se confrontaba, sin adulación; un punto de referencia que sostenía su vida. Y la confrontación era firme y decidida, sin muchos rodeos. Don Giussani, por su parte, le tenía por un hijo. Entre ambos había una sintonía de carácter, de temperamento. Eran dos provocadores. Me impresionaba la forma en la que Enzo lograba aunarlo todo: ejercer de cirujano, que es una profesión que requiere gran dedicación, dar tiempo a la familia y al Movimiento. Existía una unidad profunda en su vida. Todo tenía la misma finalidad. […] Para Enzo, la amistad era el punto en el que el destino, es decir, Cristo, se hacía perceptible, y se convertía así en punto de confrontación. Él se entregaba a la amistad con total franqueza. Los designios de Dios son extraños. A veces te parece que aquello que consideras más necesario te es arrebatado».
Hay multitud de testimonios de los amigos de Enzo, tanto de Bolonia, como de Emilia-Romaña y de Italia entera. Muchos de ellos provienen de amigos más jóvenes, que han convivido como estudiantes con Enzo siendo éste el responsable de CLU de Bolonia. De entre ellos, podemos entresacar algunos, como el de Nadia, que dice: «Para mí, la amistad de Enzo, quizás inconscientemente, significó el encuentro con Cristo. Era la amistad de Cristo. Era una cosa tan totalizante que probablemente nunca me habría acercado a la Iglesia si no la hubiera percibido a través de esta forma concreta. Enzo no tenía un carácter fácil, con frecuencia discutíamos. Él, a continuación, te retaba y te preguntaba: ‘¿Para qué vives? ¿De qué es de lo que tú esperas algo? ¿Dónde pones tu confianza?’ Era una amistad cotidiana en la que todo cabía. Él salía del hospital por la noche y sacaba tiempo para venir a estar con nosotros, casi todos los días. Con él se percibía que el Movimiento no estaba al margen de la vida, sino que tenía que ver con la vida, que era esencial para vivir». Impresionan también las palabras de Davide, recordando su relación con Enzo: «No había un instante, un aspecto de la vida que uno pudiera vivir sin compartirlo. Enzo provocaba esta reacción en las personas que encontraba, dándose totalmente a la relación con el otro. Para nosotros, jóvenes estudiantes universitarios, que veíamos a un adulto implicado de esta forma con nosotros, esa relación se convertía de golpe en algo preeminente frente a cualquier otro atractivo o deber digno de consideración. Todos los que se han encontrado con él como mínimo han reconsiderado su opinión respecto a la Iglesia y respecto a Cristo».
Uno de los testimonios más impactantes es el de Cristina, que nos habla de la unidad vivida con él: «A lo largo de este camino, Enzo fue para nosotros un punto de referencia, de unidad, de comparación, y las reuniones con él siempre eran un lugar en el que pensar en voz alta, en el que hacer emerger las cuestiones personales y de la comunidad, en el que abordar nuevas aspiraciones, en el que identificarse con el pensamiento de don Giussani y de la Iglesia universal. El nexo con Enzo nunca era de carácter individual o exclusivo, sino que él siempre se preocupó de crear lugares de unidad en los que nosotros pudiésemos crecer. Una unidad fascinante; siempre con sus llamadas, incluso de noche: ‘¿novedades?’ Frente a una provocación de esta naturaleza uno siempre se consideraba inadecuado, incapaz de dar la talla. […] Era una ‘fiebre de vida’, que cambiaba el ritmo de nuestros días, que nos hacía ser –a nosotros, chavales de 16/17 años– responsables como adultos, que suscitaba una pertenencia total a la unidad entre nosotros. Y en medio de todo este quehacer, a lo mejor mientras te acompañaba a casa en bicicleta, de repente te hacía una pregunta inesperada: ‘pero tú, ¿estás dispuesta a darle la vida a Cristo?’ De este modo, lo eterno irrumpía en nuestra juventud». O algunos párrafos de una carta de varios amigos de CL de Apulia, región de Italia donde Enzo era visitor: «Piccinini fascinaba de forma irresistible a todo el que encontraba, porque era un espectacular ejemplo de lo que supone ser un hombre: amaba su trabajo, a sus pacientes, a sus amigos; recorría el mundo para ayudar al Movimiento y para perfeccionar su profesión; le gustaba el buen whisky y los buenos puros; se interesaba por la política, jugaba al fútbol. Nos había enseñado una canción española que le gustaba mucho, una de cuyas estrofas dice así: danos un corazón grande para amar, danos un corazón fuerte para luchar. Él era así, toda su razón y su responsabilidad en continua tensión a afirmar lo que había reconocido como verdadero, sin eludir nada. Ha supuesto un gran regalo para nuestra región, ha creado una historia de hombres con pasión por la vida y por el destino de todos».
Widmer era otro de sus incondicionales, uno de esos amigos forjado en la experiencia de CLU de Bolonia, experiencia intensa, conmovedora, de imparable actividad. Nos habla de la relación entre Enzo y Giussani: «Giussani era para Enzo un padre que había escrito su nombre en la palma de la mano. Frente a ‘don Giuss’, Piccinini, que era un hombre de fuerte carácter, con gran autoestima, se convertía de repente en un niño, con la ingenuidad total que les caracteriza, todo de Giussani y todo por Giussani. Cada gesto suyo, cada iniciativa, cada decisión reafirmaba este vínculo personal con el carisma que le había generado en Cristo y que progresivamente le iba conduciendo hacia la raíz del Misterio que hace todas las cosas. Enzo miraba a don Giussani y se ensimismaba con él, poniendo en juego la extraordinaria fuerza de sus talentos. No necesitaba citar frases de don Giuss, porque en la tensión de ese atractivo, todo era uno. Y tal como sentía ejercer sobre sí una paternidad, de la misma forma la ejercía sobre nosotros, en constante lucha contra los límites, a veces tremendos, de su propio carácter; límites que, sin embargo, nunca conseguían detenerle».
La biografía de Enzo no se puede entender si no es a partir de su profesión médica: su vocación profesional, la relación con sus colegas médicos, el trato con los enfermos. Él mismo explicaba con estas palabras cómo la implicación con sus pacientes nacía ‘de inmediato’ a partir del reconocimiento de una necesidad común y de una pregunta común: «La enfermedad, el sufrimiento, el dolor, la muerte, son expresión normal –aunque más acuciante– del límite del hombre, y el hecho de que el hombre sea limitado no puede jamás ser eliminado de la conciencia que uno tiene sobre la vida. Esta conciencia permite una capacidad de relación que de otra manera sería imposible. El sentido del límite te sitúa inmediatamente junto al otro, aunque no sea uno que comparta tus ideas, aunque no te entienda, o ni siquiera te mire. Porque, al igual que él, tú también estás necesitado. Esta conciencia, que parece una extraña condena, determina de inmediato una apertura, ya que de este modo se entiende en seguida que estamos juntos; y no porque pensemos igual, sino porque tenemos una misma necesidad. Resulta decisivo poner de manifiesto esto cuando se está con los enfermos. ¡Qué tipo de paciencia nace de aquí! ¡Qué posibilidad de continua provocación! No es necesario teorizar esta labor: se hace solo por disponibilidad hacia la verdad».
Nos quedan también los testimonios de otros colegas médicos, cirujanos del aparato digestivo como él; algunos de ellos, como Giorgio, miembro de su propio equipo de cirugía, nos habla de su talento profesional y de la unidad profunda de la que éste provenía: «La profesión de cirujano exige una profunda atención, una completa dedicación, una absoluta capacidad de concentración sobre cada detalle. No es posible fingir. No puedes estar físicamente allí y tener la cabeza puesta en otro sitio. El talento profesional de Enzo provenía de una unidad profunda entre los distintos aspectos de su intensa vida. Y esta unidad nacía de una presencia reconocida, de la percepción de Otro que está presente, en toda circunstancia. De esta forma, la implicación en el Movimiento de Comunión y Liberación era vivida por él ante todo como lealtad total hacia el trabajo: en el renovarse y estar al día, en el deseo de mejorar constantemente, como profundización en la realidad. En este sentido, la amistad con don Luigi Giussani le había hecho ser más profesional, más laico; le había hecho estar más implicado en la realidad que el resto de sus colegas». Otro colega de su propio equipo, Giampaolo, que continúa ejerciendo como cirujano en el servicio que entonces dirigía Piccinini –dentro del llamado ‘grupo de Enzo’, y siguiendo los métodos aprendidos del maestro–, recuerda de aquel período «una familiaridad en las relaciones y una pasión en el seguimiento de los enfermos que constituía en sí una novedad tangible. […] Enzo revolucionaba las formas habituales que los cirujanos usan para relacionarse con sus pacientes. En nuestra profesión es fácil que, con el tiempo, uno se termine sintiendo un poco omnipotente, al saberse capaz de realizar intervenciones muy delicadas y complejas que permiten resolver los problemas del enfermo. Entonces surge la tentación de tratar al paciente con una cierta distancia, sin escucharle, porque el médico ya sabe de antemano qué es lo que tiene que hacer. Sin embargo, me daba cuenta que entre Enzo y sus pacientes surgía desde el principio una familiaridad que a mí me fascinaba, que no era formal, no era una simple fachada. […] Piccinini decía siempre que la enfermedad es un hecho angustioso para la persona, pero que el hecho más dramático es el de no tener la posibilidad de hacer una experiencia verdaderamente humana en la enfermedad».
Siempre desde el punto de vista de su profesión como médico, impresiona el testimonio del doctor Lodovico Balducci, prestigiosísimo cirujano que trabaja de forma estable en un reconocido hospital de los Estados Unidos, y con el que Enzo coincidió en diversos congresos médicos internacionales. El doctor Balducci habla del éxito profesional y de la vocación, hasta llegar al punto del sacrificio. Lo relata así: «Siempre admiré su energía. Viajaba de Italia a América, volvía a Bolonia, operaba durante diez horas y se marchaba para Milán. Era difícil no percibir un signo del Espíritu en la actividad de Enzo. Jamás se desanimaba, ni siquiera en los momentos en los que las cosas no marchaban como él habría querido. Creo que él desmontó uno de los mitos más nocivos de nuestros tiempos: que para tener éxito hay que ser capaz de alcanzar una meta prefijada. Su éxito, sin embargo, nacía de la conciencia de tener una vocación, una misión. Todos los acontecimientos de su vida, incluso los fracasos aparentes, eran ocasión de responder a una llamada. Nunca he entendido mejor el sentido de la palabra sacrificio que contemplando la vida de Enzo; sacrificio, de sacrum facere, hacer sagrado, es decir, destinado a un único fin».
Enzo muere, como se ha mencionado, el 26 de mayo de 1999. Impresionan de forma particular las palabras de su hija María poco después de la muerte de su padre: «Ahora tengo la impresión, considerando determinadas circunstancias, que todo había sido preparado minuciosamente para su muerte. Todo: los amigos que tenía en su trabajo (en el que había alcanzado su apogeo), en la Universidad, en el Movimiento, en la familia. Incluso el jardín de casa, del que él se ocupaba en particular, había alcanzado de alguna forma todo su esplendor». De hecho, pocos días antes de morir, el 14 de mayo de 1999, Enzo pronuncia en Ferrara unas conmovedoras palabras, que manifiestan claramente lo que era para él la fe, y cómo ésta abarcaba toda su vida: «La posición cristiana es la posición humana en el sentido auténtico del término: fuera del cristianismo lo humano no llega a cumplirse. La experiencia cristiana es la experiencia humana y la Iglesia es maestra de humanidad. Cristo lo es todo para la vida del hombre. Todo. No puede haber nada en la vida de un hombre, que ame hasta el fondo y con lealtad su propia humanidad, que pueda excluirse de la relación con Cristo, pues Cristo es el corazón de la vida de todo hombre. Yo no formaría parte de la experiencia cristiana si no fuera por esto. Me rebelaría ante la idea de que ser cristiano significara ser –como muchos piensan– un poco menos hombre que los demás; alguien con algunos problemas añadidos. He querido pertenecer a la experiencia cristiana porque en ella encuentro todo lo que me constituye, aquello que siempre he estado buscando».
Marcado profundamente por el ‘gran dolor’, el mismo día de su muerte don Luigi Giussani escribió el siguiente mensaje a todas las comunidades de CL en Italia y en el mundo, recordando al querido amigo que para él había sido como un hijo: «Es ciertamente el dolor más intenso con el que Dios pone a prueba a toda nuestra Fraternidad en este momento, porque Enzo ha sido un hombre que, a partir de la intuición suscitada en el diálogo conmigo hace treinta años, dijo sí a Cristo con una entrega conmovedora, con una perspectiva inteligente e integral, poniendo su vida en tensión continua hacia Cristo y su Iglesia. Lo más impresionante para mí es que su adhesión a Cristo fue tan totalizante que no ha habido día en que no buscara de todas las formas posibles la gloria humana de Cristo».
Y un año después, el 26 de mayo de 2000, en el primer aniversario de su muerte, nuevamente don Luigi Giussani recuerda a Enzo. Y enlaza este recuerdo con una circunstancia personal, seguramente la más profunda y verdadera que Giussani conserva de la relación con su madre: «Cuando mi pobre madre, siendo yo aún niño, contemplando de madrugada en el cielo la última estrella, me decía: ‘Qué hermoso es el mundo y qué grande es Dios’, se situaba en el umbral del cumplimiento final, ante el pórtico de la consumación, aquel en el que todo se muestra claro, como a pleno sol. Precisamente hace hoy un año que Enzo ha superado ese umbral de forma definitiva y misteriosa. Se ha ido de repente, pero no estaba desprevenido. En efecto, en este hombre tan puro y tan entregado a Jesús –desde aquel encuentro que había transformado algunos rasgos de su temperamento y había exaltado otros– cada instante de su vida se desplegaba como un anticipo de la plenitud última, como cuando se camina por la niebla, atravesando cansancios y debilidades, hasta que en un momento dado la niebla se disipa porque aparece el sol. Amigos, no podemos decir o hacer nada si no nos habituamos, personalmente y todos juntos, a comprender este último paso, que es un factor constitutivo de la experiencia presente. También por este motivo tenemos que dar gracias a nuestro amigo Enzo. Su estatura humana, traspasada por la humanidad de Jesús, se había acrecentado de forma que lograba establecer de inmediato una relación con todo aquel que encontraba, con ese ímpetu vital que le caracterizaba y del que no podíamos prescindir –de hecho, cuando él no estaba le faltaba algo a nuestro estar juntos–; de forma que para quien estaba a su lado –ya fuera un colega o un paciente–, aunque solo fuera por un momento, resultaba inmediato el impacto con una presencia humanamente excepcional, que permitía recobrar la esperanza y, por tanto, hacía surgir la pregunta: ¿cómo puede uno ser así?».
‘¿Cómo puede uno ser así?’ Esta es, ciertamente, la pregunta que resuena en el corazón de todo hombre ante el ‘impacto de una presencia humanamente excepcional’. Y la presencia de Enzo fue una presencia humanamente excepcional, de enorme estatura humana, ‘traspasada por la humanidad de Jesús’. Que la lectura del mismo nos acerque a esa presencia y nos permita ensimismarnos con ella, de forma que nuestra vida pueda se pueda cumplir como se ha cumplido la vida de Enzo.

Enzo Piccinini. La aventura de una amistad
Autor: Emilio Bonicelli
Ediciones Encuentro

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