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RESEÑAS

Los hijos (únicos) del claro de luna

Anna Leonardi
12/11/2013
Portada del libro.
Portada del libro.

«Si la narración puede ser un método de expiación, seguiré escribiendo. Y como una narración sincera puede ser expiatoria, cuando escriba, mantendré la sinceridad». Así escribe Wan Zu, protagonista de Rana, del premio Nobel chino Mo Yan, en una de las cartas que dan cuerpo a esta novela, donde la vida y la literatura son como la pista en la que se desarrollan las historias contadas. De hecho, no es casual que el personaje de Wan Zu sea un dramaturgo que tiene entre manos una obra de teatro inspirada en la historia de su tía, Wan Xin, una ginecóloga que desde los años cincuenta trabaja en una zona rural de la República Popular China. Con el pretexto de preparar un guión previo, Wan Zu nos pone en camino siguiendo a esta mujer mientras pedalea en su bicicleta por los campos helados, mal vestida y con un cigarro en la boca. Y mientras tanto, nos ofrece una síntesis de la parte más amarga de la historia de China; marcada por las políticas demográficas puestas en marcha por Mao desde mediados de los años sesenta.

Cuando Wan Xin, en el 53, empieza a ejercer su profesión por los 48 pueblos de su condado popular, llega una ola de aire fresco. Todos la buscan y a su llegada a las casas de las parturientas la reciben como una bendición. Arranca, literalmente, a las mujeres con dolores de parto de las duras manos de parteras aferradas a viejas supersticiones y su corazón es capaz de acoger la vida que nace siempre con orgullo y con asombro.
Luego llegan los años de gran carestía, cuando el hambre provocó un colapso demográfico. Pero en el 62 la tierra, que había sido hostil durante años, recupera su carácter benévolo: excepcionales cosechas de boniatos saciarán a la población. Wan Xin asiste con su equipo a 2.868 partos, es el verdadero primer boom demográfico después de la Liberación.

La introducción de la ley del hijo único entra en el relato sin abrir heridas. Igual que el Partido había incentivado los nacimientos, ahora los planifica también para el “bien” de China. Y Wan Xin hace del eslogan “Una pareja, un niño” su nueva misión. Sin escrúpulos, sin preguntas, sin dudas. De «diosa de la maternidad», como la veían sus paisanos, pasa a convertirse en «un diablo encarnado» del que huir. «Vosotros que domináis el cielo, gobernáis la tierra, ¿ahora venís a controlar nuestra descendencia?», grita un hombre durante una representación teatral en el condado.

La gente se rebela, se esconde; los hombres no quieren someterse a la vasectomía y las mujeres nos quieren ser esterilizadas. Pero Wan Xin no se rinde, con una tenacidad sorprendente va por los pueblos cargada con un equipo especial, y por los megáfonos de un autobús repite incansable los estribillos de la nueva política demográfica. En este momento de la novela, el autor hace estallar, una tras otra, las rocambolescas historias de tres mujeres «encintas ilegalmente». Wang Renmei, la mujer de Wan Zu, decidida a dar a luz a su segundo hijo, huirá hasta dejarse intervenir por Wan Xin, que la convencerá para abortar. La pequeña Wang Dan, escondida en un pozo durante los meses de su embarazo, dará a luz a su pequeña en una canoa, mientras Wan Xin la persigue con el objetivo de hacerla abortar «porque una vez nacido sería ser humano, ciudadano de la República China». Y por último Geng Xiulian, madre de tres niñas que, mientras es conducida por Wan Xin al centro sanitario, perderá la vida tirándose al río para intentar salvar a su criatura. Entre los pliegues del heroísmo y la fragilidad de estas tres mujeres, Mo Yan pone en escena la radicalidad del deseo de vivir que lleva escrito dentro de sí todo ser humano. Y en la feroz batalla donde la ideología parece vencer, hace emerger algo elemental y sagrado a la vez, como sucede cuando la madre de Wan Zu, al intentar que Wang Renmei no aborte, le implora: «¿El carnet del partido y la carrera son más valiosos que tu hijo? El mundo existe porque existen los hombres».

Pero sin duda este no es el único valor de esta novela, que se transforma en el último capítulo en una obra de teatro popular (la obra finalmente escrita por el protagonista Wan Zu). Hay un amor, una piedad hacia los personajes, incluso cuando son malvados. En la pluma de Mo Yan, ni siquiera la despiadada Wan Xin aparece nunca como una caricatura del mal. Es una mujer capaz de correr para contemplar el florecimiento de un viejo ciruelo de flores rojas que, llegado un cierto momento de su existencia, sin que ni siquiera consiga llegar a decirlo, vive atormentada por una necesidad de redención. Como en una alucinación, llega a sentirse perseguida por millones de ranas. Lo que la tortura, en realidad, no son las ranas que llenan los húmedos campos chinos, sino los niños cuyas manos han impedido nacer. Mo Yan juega, de hecho, desde el título, con el doble significado del fonema wa, que en chino quiere decir tanto “neonato” como “rana”.

Ni siquiera la indulgencia con que la mira su sobrino Wan Zu consigue arrancar esa piedra de su corazón: «En los años de su vejez, siguió sintiéndose culpable de delitos gravísimos que no tenían posibilidad de expiación. Yo le decía que sus remordimientos me parecían exagerados, que nadie en aquella época habría podido comportarse mejor. Pero ella, afligida, respondía: “tú no lo entiendes…”».
Wan Xin pasará el resto de su vida intentando expiar su culpa. Mediante las manos de su marido, un artista famoso en toda la región por sus muñecos de la suerte para mujeres en estado, plasmará en el barro los rostros de todos esos niños que había hecho abortar. Sus ojos, sus narices, sus mejillas, como si surgieran de algún lugar, de un pensamiento infinitamente más grande que el suyo. Tanto que les llamará «hijos del claro de luna».

La vida de Wan Zu también está atravesada por un dolor constante; la debilidad con que defendió a su mujer y al que iba a ser su segundo hijo desencadenó una serie de eventos dramáticos que afectarán a otros inocentes. Pero no será hasta la última carta de la novela cuando Wan Zu se mire a sí mismo de forma verdadera. Ese velo de desesperación que hacía opaca la vida, parece disolverse. En la carta, dirigida al literato japonés que desde el principio le anima a escribir toda la historia, Wan Zu pide, como en una oración, el perdón y la paz que la literatura no ha sabido darle y que su corazón no puede dejar de esperar: «Señor, al principio pensaba que la narración podría ser una manera de expiación. Sin embargo, cuando terminé la obra, la sensación de culpabilidad no desapareció sino que empeoró. (…) Cada bebé es único e imposible de sustituir. ¿Es posible limpiar la sangre que ha manchado nuestras manos? ¿Se puede liberar el espíritu que se siente culpable? Señor, espero su respuesta».

Rana
Mo Yan
Kailas
19,90 € – pp. 408


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