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RESEÑAS

Un amor que responde al grito del pobre

Lorenzo Albacete
25/03/2014
Papa Juan Pablo II.
Papa Juan Pablo II.

Hace años, cuando daba clase de teología, tuve la oportunidad de preguntarle a Juan Pablo II qué pensaba del debate sobre la Doctrina Social de la Iglesia. El debate continúa aún hoy, con las opiniones del Papa Francisco, así que he pensado que sería interesante retomar lo que en su momento me dijo Juan Pablo II.
Fue verdaderamente sintético: «Dígale a sus alumnos que si quieren comprender mi punto de vista deben estudiar las obras teatrales que he escrito. Sobre el tema de la justicia social, la obra es Hermano de nuestro Dios» [Karol Wojtyla, Hermano de nuestro Dios. Esplendor de paternidad, Biblioteca de Autores Cristianos, 1990]. Desde entonces, siempre que nos veíamos, me preguntaba si a mis alumnos les gustaban sus obras teatrales.

Este drama lo terminó en 1979, cuando el autor ya era Papa, y representa una fuente importante para estudiar su pensamiento sobre la doctrina social. Pero nadie parece tomarlo en consideración como una fuente serie de testimonio teológico. El Papa beatificó y canonizó a la persona que le inspiró la figura del protagonista de esta obra, y ahora es él mismo quien se encuentra en proceso de canonización. Un santo moderno que cuenta la experiencia de otro santo, y que resulta ignorado como fuente de conocimiento teológico. ¿De qué se trata entonces? ¿De un relato piadoso sobre la espiritualidad moderna?

Sea como sea, Hermano de nuestro Dios se centra en la figura del polaco Adam Chmielowski (1845-1916), revolucionario, combatiente y artista. Durante un tiempo busca refugio en un edificio aparentemente vacío, pero se encuentra en cambio inmerso entre una multitud de personas sin techo, cínicos y enfadados – un encuentro que cambiará completamente su vida.
La obra es una reflexión sobre la batalla que se libra en el corazón de Adam, que busca el modo más adecuado para responder a las necesidades de los pobres, a nivel individual, pero también a nivel de la distribución y uso del poder en una sociedad auténticamente humana. Algunos personajes son personificaciones noveladas de las diferentes respuestas que se dan al problema de la pobreza; otros, sin embargo, son figuras históricas que existieron realmente. Todos eran artistas, de modo que la discusión comienza con el tema de la responsabilidad social del arte. Para nuestro propósito, el pasaje más interesante es la discusión entre Adam y otros tres personajes (recordemos que en realidad la discusión tiene lugar en el alma de Adam).

En primer lugar está Max, defensor de una posición individualista y subjetivista. Él divide a la raza humana en dos tipos de personas: un hombre “intercambiable” y otro “no intercambiable”. El primero es la persona comprometida en relaciones sociales; el segundo es «mi propio yo, íntimo, el que sólo yo conozco». Adam rechaza esta visión de un hombre no intercambiable como el yo real, pero no puede hacer otra cosa que aprobar esta visión de la existencia desde la rutina segura de una vida social como reveladora del propio yo. Una visión así del hombre, privado de interioridad, objeta el protagonista, es «una huida a los islotes del lujo» donde nos sentimos seguros ante un sistema social que protege al individuo, mientras que esta seguridad es en realidad una ilusión que nos venda los ojos y nos impide ver la difícil condición en que viven los pobres y sentir su petición de justicia.

Luego está el personaje llamado El Desconocido, un revolucionario convencido al que sólo la ira de los pobres podrá hacerle romper el círculo de la pobreza en nombre de la justicia que les es negada. Adam no rechaza la justa ira del pobre, pero afirma que El Desconocido explota esta ira. Todos nosotros, afirma Chmielowski, debemos llegar a reconocer una necesidad dentro de nosotros que es más profunda y amplia que nuestra pobreza material, es lo que se llama pobreza de valores. Estos valores muestran los bienes que nuestra alma está buscando, y que no se pueden alcanzar eligiendo el camino de la ira, sino sólo con el del amor.

Por último hay un personaje, llamado El Otro, que representa el racionalismo – un conocimiento puramente intelectual del mundo tal cual es, sin compartir las dificultades.

Después de la discusión, Adam ve a un mendigo extenuado, apoyado a una farola que proyecta su sombra en una calle oscura y fría… Esta vez Adam percibe ese encuentro como una vocación. Y ve que el pobre tiene en sí mismo una imagen que todos estamos llamados a reconocer: la imagen de Dios en los pobres y en los que sufren, la imagen de Cristo que está presente también en nosotros, unidos a Él.
Pero El Otro no llega a ver al vagabundo (al intelectualismo no le atrae la persona concreta), indicando así que Adam se ha sustraído a la «tiranía de la razón». Al ver lo que comporta el sacrificio del amor para responder al pobre, sabe que únicamente en esta respuesta él «no está solo» porque «se deja plasmar por la caridad».
En el epílogo, El Desconocido objetará que los pobres no le seguirán, pero Adam responde: «No. Seré yo quien les siga».

¿Alguien piensa que el Papa Francisco predica un Evangelio distinto del pensamiento de Karol Wojtyla?

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