Al volver a ver la película Marcelino pan y vino, dirigida en los primeros años cincuenta por el director húngaro Ladislao Vajda y basada en la novela homónima del escritor español José María Sánchez Silva, me ha sorprendido su extraordinaria actualidad. Debo decir que el mérito es de mis nietos, que las pasadas vacaciones la eligieron como "película del verano". Cuando les preguntaba: «¿Qué película vemos esta noche?», casi siempre respondían a coro: «¡Marcelino!». Al final del verano nos sabíamos los diálogos de memoria. Con asombro he visto que esta obra, tan verdadera en su humanidad y tan sencilla en su blanco y negro, vencía de largo las preferencias de los niños incluso ante las más blasonadas, coloridas y emocionantes películas de animación de Disney, llenas de efectos especiales. «Me parece necesario oponer a este mundo de puñetazos y de tiros, de besos lascivos y de turbias intrigas, una relación sencilla y pura», escribía José María Sánchez Silva en la introducción del libro. El director respetó plenamente esta invitación, con un resultado fascinante.
Esta película le gustaba tanto a don Luigi Giussani que nos deseaba «tener los ojos de Marcelino», su misma mirada. «Este film -decía Giussani- es un himno a la moralidad católica, que consiste en mirar dejándose atraer», y comparaba a Marcelino con Simón Pedro, «que las hacía de todos los colores, pero decía: "Señor, te amo. Tú sabes que te amo"» (L. Giussani, De un temperamento un método, Encuentro, pág. 305).
Marcelino pan y vino narra, con un candor desarmante, la historia de un niño con doce papás (los doce frailes que lo acogieron desde que le encontraron después de nacer y le cuidan con gran amor) pero que siente una irreducible nostalgia de su madre, a la que nunca ha visto porque murió al dar a luz. Los niños se identifican inmediatamente con Marcelino, porque el deseo de la madre lo llevan impreso por Dios en sus corazones, igual que va impreso en el corazón de todo hombre, como signo y camino para comprender que no nos hacemos nosotros solos. Pertenecemos a Otro que nos crea, nos ama y nos espera con un amor de madre. «Solo quiero ver a mi mamá y después también a la tuya», responde Marcelino a Jesús, que en los últimos diálogos del film pregunta al niño qué es lo que más desea. La nostalgia de la madre terrenal se convierte así en espera de la celestial, amor al destino.
En un mundo que quiere reducir la novedad del cristianismo a moralismo intimista o activismo social, Marcelino pan y vino describe de un modo comprensible para todos cuál es la verdadera concepción cristiana del hombre y, como decía don Giussani, la fuente de su moralidad. Educado y criado por los frailes, Marcelino es un niño alegre, incansable en sus bromas, desobediente hasta el punto de hacer perder la paciencia a los hermanos. Pero en su vida sucede un hecho imprevisto y extraordinario: el encuentro con la presencia viva y real del Señor. A Jesús, que le mira con amor desde la cruz, el niño (interpretado por Pablito Calvo, que entonces solo tenía seis años) responde con una simpatía inmediata y manifiesta concretamente su amor, para nada sentimental. Ve al Cristo demacrado y le lleva pan y vino; lo ve sufrir y le quita la corona de espinas; cree que tiene frío y le lleva una manta.
Estando con Jesús, permaneciendo fiel a este diálogo amoroso con el Señor, la vida de Marcelino cambia, hasta el punto de sorprender a los frailes, que empiezan a notar en él «un extraño modo de comportarse». Las pequeñas cosas que antes llenaban toda su jornada ya no le bastan. «No me gusta», responde cuando le ofrecen una lagartija, pensando que sería el mejor regalo, pero ya no es así. En la vida del niño ahora hay un nuevo centro afectivo. Es su gran Amigo, que baja de la cruz para hablar con él y explicarle el sentido de las cosas que realmente importan: «¿Cómo son las mamás, qué hacen?». «Dar, siempre dar». «¿Y qué dan?». «Dan todo. Se dan a sí mismas, dan a los hijos sus vidas y la luz de sus ojos, hasta quedarse viejas y arrugadas». «¿Y feas?». «Feas no, Marcelino. Las madres nunca son feas». El Señor cambia incluso el nombre de su pequeño amigo, como se lo cambió a Simón Pedro durante su primer encuentro. «Desde hoy te llamarás Marcelino pan y vino».
La "conversión" de Marcelino no está determinada por la adhesión voluntarista a reglas o preceptos morales, ni por el miedo a que le regañen. Fray Papilla, por ejemplo, le prohíbe subir la escalera que lleva al tejado, pero él en cuanto puede hace todo lo contrario, movido por la curiosidad. El cambio sucede por la simpatía, por la correspondencia que suscita Jesús en él. Marcelino se siente amado y mirado de una manera nueva. La mirada de Cristo desvela el bien de su persona, a pesar de todos los errores cometidos y todos lo que podría cometer en el futuro. «Los frailes dicen que soy malo», explica el niño poco después de protagonizar tal travesura que ofreció al malvado alcalde un pretexto para cerrar el convento. Pero Jesús, que lee en su corazón, afirma: «Tú eres un niño bueno y yo te bendigo».
Como dijo el Papa Francisco el 7 de marzo de 2015, durante su audiencia con Comunión y Liberación, «La moral cristiana es respuesta, es la respuesta conmovida ante una misericordia sorprendente, imprevisible, incluso "injusta" según los criterios humanos, de uno que me conoce, conoce mis traiciones y me quiere lo mismo, me estima, me abraza, me llama de nuevo, espera en mí, espera de mí». La misericordia es la posición irreducible del Misterio de Dios ante la debilidad del hombre. Cuando con los ojos sencillos de un niño, como sucede en la película, acogemos este amor («Tú has pensado en mí como piensas en tu mamá», dice Jesús), nuestro corazón empieza a cambiar y esta es la victoria desarmada con que el Señor vence en la historia. Esta es la victoria de Marcelino: el testimonio de un amor que llena la vida hasta su cumplimiento, de un modo tan sorprendente que llega a ser para todos una provocación e invitación a vivir el mismo amor.
Al conocer la orden del alcalde para cerrar el convento, el padre superior dice: «Nadie puede ayudarnos, solo Aquel que puede cambiar el corazón de los hombres, incluso de los más malvados». Y así sucede. Gracias al sí de Marcelino, el Señor toca y cambia hasta el corazón del alcalde. Un hombre iracundo y violento, pero que acaba renunciando a sus proyectos de venganza, da media vuelta, se quita el sombrero en señal de respeto y sube con su pueblo al convento para dar gracias y mendigar el perdón, ante la evidencia de un bien sorprendente fruto del encuentro de Jesús con un niño.
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