«Me llamo Jordan Belfort. El año en que cumplí los 26 gané 49 millones de dólares, y eso me cabreó porque sólo por tres no llegué al millón a la semana». Con este íncipit, Martin Scorsese (director) y Leonardo Di Caprio (espléndido protagonista), nos catapultan al “infierno”. Un infierno hecho de casas de lujo, yates, sexo, dinero y droga.
Esta película es el retrato desnudo, crudísimo y hasta demasiado real del ascenso y la caída de Jordan Belfort, un tiburón de las finanzas, el “lobo” de Wall Street, como le llamaba un periodista de Forbes. No hay redención en el film, sólo hechos, una orgía de hechos, que nos sumerge, nos empuja cada vez más abajo, hasta hacernos perder el aliento. Nos encontramos en el corazón de las finanzas, de la economía, y puesto que la economía es la gran ciencia del límite (recursos escasos, deseos infinitos), Scorsese nos pone inconscientemente ante la tentación de todo hombre: «Todo esto te daré si, de rodillas, me adoras». Esta petición perentoria se oye primero suavemente y luego casi a gritos en las escenas de una depravación cada vez más alucinante que se suceden a un ritmo acelerado. Al principio es un susurro en la voz llena de realismo de su mujer que, sin darse cuenta, le dice a Jordan: «eres demasiado ambicioso»; luego llega un ejército de jóvenes que quieren trabajar con él, y después los primeros éxitos obtenidos engañando a los clientes… Mientras tanto, el tono de esta petición crece, y con él la ambición, la necesidad de sexo y drogas, hasta que al final ya no queda nada de humano en él. Es entonces cuando vemos a un Jordan que para llegar a su propio Porsche tiene que arrastrarse por el suelo como un gusano que frente al mar en tempestad, presa del pánico, busca desesperado alguna droga porque no quiere morir “consciente”, rodeado de una manada de “brokers” que aúllan golpeándose el pecho como si fueran simios…
Jordan Belfort será investigado por el FBI y aceptará colaborar, pasará 22 meses en prisión y volverá a trabajar en el campo de la “motivación” para las ventas.
Pero es petición constante, al final de la película, termina dirigiéndose también a nosotros. Hay dos escenas contrapuestas: por un lado, el agente del FBI que ha investigado a Jordan, un hombre honesto, pobre, que para volver a casa tiene que usar el metro, donde le acompañan muchos como él; por otro lado, Jordan, que juega al tenis en una prisión de lujo, y que, una vez fuera de la cárcel, aparece como un “gurú” de las ventas se dirige al público: «Véndeme esta pluma», «…dame tu alma»: toca responder.
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