«Ese mismo camino a ningún sitio, siempre reflejado en las películas del hombrecillo del bastón, […] ahora sabemos dónde termina. La meta del camino es el sendero de un patio de prisión entre la niebla matutina donde se entrevé la ridícula forma de la guillotina…». Son afirmaciones de André Bazin a propósito de Monsieur Verdoux, película realizada en 1947 por Charles Spencer Chaplin (1889-1977). Para recordar su debut cinematográfico, del cual se han cumplido cien años el 2 de febrero, debemos empezar por el final. No por el final de su carrera sino por el final simbólico de su personaje más famoso, ese simpático vagabundo que los franceses rebautizaron afectuosamente como Charlot. Porque es imposible acercarse al genio de Chaplin sin tener siempre presente, como trasfondo, su comicidad, «como toda gran comicidad, siempre unida codo con codo con la tragedia, porque el débil, que resulta vencedor en el plano imaginario, siempre resulta en cambio derrotado en el ámbito de la realidad vivida», afirma su biógrafo David Robinson.
Nació en Londres y creció en el mundo de las variedades. Chaplin debutó en el cine en 1914, entrando a formar parte de la Keystone, la compañía estadounidense de Mack Sennett, especializada en comedias breves y relampagueantes. Su primera aparición tiene lugar en Ganarse la vida, de Henry Lehrman, en un papell que aún no tiene los rasgos característicos del personaje que le hará famoso en todo el mundo.
Bigote, bombín y bastón, unidos a su extraña capacidad para estropear las cosas, aparecerán de forma definitiva en sus dos películas siguientes, Las carreras Kid Auto en Venecia y Aventuras extraordinarias de Mabel y Charlot en el hotel (1914), también de Lehrman. La productora no le concedió, sin embargo, la libertad que necesitaba para poder expresarse como quería: «La cómica Keystone – explica Robinson – funcionaba totalmente hacia el exterior, las anécdotas y situaciones se explicaban mediante la pantomima y la gestualidad; pero lo de Chaplin nacía desde dentro. […] Su comicidad nacía de la relación entre su mundo interior y las cosas que sucedían a su alrededor. El punto crucial no era el gag en sí mismo, sino el modo en que Chaplin se veía afectado: si a la Keystone le bastaba con chocarse contra un árbol para hacer reír, Chaplin después de haberse golpeado contra el árbol se quitaba el sombrero y le pedía perdón al tronco».
En 1915 pasa a la Essanay y en 1916 a la Mutual, haciéndose así con el control completo de sus películas. Empieza a realizar productos más cuidados, donde los personajes no son sólo meros engranajes del mecanismo cómico. Con Charlot vagabundo (1915), Charlot prestamista (1916), Charlot en la calle de la paz (1917) o Charlot emigrante (1917), Chaplin demuestra dominar con firmeza el lenguaje cinematográfico, mientras su comicidad se hace más profunda, punto privilegiado de observación de la miseria presente en una sociedad que querría eliminarla. Adquiere además un regusto amargo: como en el Vagabundo, cuando Charlot se enamora de la hija de un rico campesino y la salva de manos de los bandidos, pero al final se lleva a la chica un rival. Empieza a emerger la soledad y el carácter incompleto del personaje, obligado a resolver él solo los problemas para encontrarse al final tan abandonado como al principio.
En 1918 Chaplin pasa a la First National, para la que realiza algunas de sus películas más famosas. En Vida de perro (1918), ¡Armas al hombro! (1918), El chico (1921) y El peregrino (1923) la observación de la realidad, de la miseria que afectaba a gran parte de la población americana, asume un tono de crítica social: «El discurso de Chaplin ya no se limita a una blanda sátira de costumbres o a un humor agudo, aunque eso ya es una buena mezcla – afirma Gianni Rondolino –; ahora hunde sus raíces en un juicio sobre la sociedad que, aunque entre incertidumbres e ingenuidad, puede ser explícitamente considerado como político o ideológico». Charlot se convierte así en el símbolo de la contestación al poder. En ¡Armas al hombro!, ambientada en la Gran Guerra, captura él solo a 13 soldados enemigos («¡les he rodeado!», dice a sus compañeros) y llega incluso a hacer prisionero al Kaiser en persona; se trata sólo de un sueño, pero los débiles se reconocen en este hombre, pequeño pero indómito. Es el comienzo de una fractura con los Estados Unidos que culminará con la acusación de filo-comunismo en 1949.
En 1919, funda la United Artists con Douglas Fairbanks, Mary Pickford y David Wark Griffith. Pero no llegará a realizar su primera película con la nueva compañía hasta 1923, después de haber cumplido con las obligaciones contractuales que aún le vinculaba con la First National. En Una mujer de París, Chaplin no aparece como actor, pero la dramática historia de dos enamorados que se separan ilumina su ya alcanzada madurez como director. Ha llegado el momento de las grandes obras maestras del cine mudo: La quimera del oro, El circo y Luces de ciudad. Obras que suponen un gran respiro y que muestran la habilidad narrativa de su autor, su maestría gestual y una mímica perfecta, que hizo célebres escenas como la danza de los panecillos o la cena a base de botas cocidas. La soledad de Charlot asume connotaciones aún más patéticas, resignándose casi ante la imposibilidad de obtener una redención inmediata. Desde el principio de La quimera del oro es evidente que la bella Georgia nunca habría participado en la cena de fin de año que el pobre Charlot tan amorosamente le había preparado en su choza; o que la pobre chica ciega de Luces de ciudad, de la que el tímido vagabundo se enamora hasta el punto de darle dinero para la operación de sus ojos, se burlaría de él al verlo si se lo encontrara ante sí sin saber quién era realmente.
Excluido y despreciado, Charlot se convierte en una figura cada vez más incómoda, que hay que eliminar para garantizar el orden social, como sucede en sus dos películas siguientes. En Tiempos modernos (1936) busca su lugar entre los engranajes de una sociedad cada vez más mecanizada, pero a causa del desorden que conlleva su sola presencia pasa a ser considerado como un alterador del orden y por tanto un enemigo al que encerrar en una celda. En El gran dictador (1940) es un inocente barbero judío que ha perdido la memoria durante la Gran Guerra y se encuentra en la Tomania gobernada por el dictador Adenoid Hynkel (caricatura de Hitler, interpretado también por Chaplin) que trata de aniquilar a todos los hebreos para instaurar el dominio de la raza aria. Termina prisionero, consigue escapar y, gracias a su parecido con el dictador, le sustituye para pronunciar el discurso final, en el que invoca un tiempo nuevo, de paz y esperanza para todos los hombres.
Esta es la última aparición de la figura de Charlot tal como le hemos conocido durante casi cuarenta años. Pero, como sugiere Bazin, Chaplin parece querer añadir aún una última tesela cuando en 1947 realiza Monsieur Verdoux. Esta vez interpreta el papel de un empleado de banca que para sacar a su familia de la pobreza se casa con ricas viudas y luego las mata para hacerse con su herencia. Nada que ver con su cine anterior, ninguna mención explícita al hombrecillo del bastón: «Charlot es en esencia el inadaptado social, Verdoux es un hiperadaptado». ¿Y si Verdoux no fuese otro que Charlot adaptándose a las reglas de esa sociedad a la que siempre se opuso? Una sociedad que venció al nazismo pero que perdió el sentido de la vida y de las relaciones humanas, que obliga al hombre a un egoísmo hipócrita, por el que el interés particular justifica cualquier acción: «Guerras, conflictos, cualquier cosa. Un homicidio es delincuencia, un millón es heroísmo. El número legaliza», dice Verdoux poco antes de ser condenado.
Se comprenden entonces las palabras de Bazin cuando afirma que «Monsieur Verdoux lanza sobre el universo chapliniano una luz nueva, lo ordena y lo llena de sentido. […] Segura de su propia conciencia y justicia, creyendo condenar a Barba Azul cuando antes se contentaba con meter en la cárcel al ingenuo operario de Tiempos modernos, he aquí que (la sociedad) ahora ha matado a Charlot». Es el fin del mito, ya no hay espacio para la risa. Ha vencido la tragedia: ese mundo del que años atrás aún se podía reír ahora finalmente ha logrado su venganza.
A Chaplin le queda tiempo para hacer balance de una vida extraordinaria con Candilejas (1952), a todos los efectos su testamento artístico (las dos películas siguientes, Un rey en Nueva York y La condesa de Hong Kong, son obras menores, ancladas a un lenguaje cinematográfico ya obsoleto en la época de su estreno). El director parece retomar su propia vida en la historia del anciano clown Calvero, ya olvidado, que se enamora de una bailarina más joven que él, la salva del suicidio y le devuelve la alegría de vivir. Para luego retirarse, pero esta vez por decisión propia.
Es el fin de un mundo visto por quien cree que ha llegado el momento de salir de escena. Prevalece, esta vez, el elemento patético sobre el cómico, aunque no falten páginas memorables, como la exhibición con Buster Keaton, donde los dos viejos colegas compiten por robarse mutuamente la escena en un crescendo de caos digno de los mejores cómicos del cine mudo. El adiós de un artista que se ha pasado la vida conmoviéndonos y haciéndonos reír de ese misterio que es la irreductibilidad y al mismo tiempo el carácter incompleto propios del hombre. Como diría Calvero: «El corazón y la mente... ¡qué gran enigma!».
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