La vida secreta de Walter Mitty no es el tipo de comedia al que Ben Stiller nos tiene acostumbrados, donde la insuficiencia de sus personajes, aun haciendo reír, provoca cierta falta de credibilidad. Aunque la verdad es que Walter Mitty también es un poco torpe. Es alguien a quien las cosas le van bastante mal. Pero, como todos, no puede dejar de soñar en el hombre que le gustaría ser. Vive solo en Nueva York, trabaja en el oscuro archivo fotográfico de la gloriosa revista Life y siempre va vestido con un anónimo blazer gris. A menudo se queda parado imaginándose una historia distinta, a otro Walter. En el trabajo, con la mujer de la que está enamorado en secreto, o por la calle, fantasea con los ojos abiertos sobre lo que podría decir o hacer para salir de ciertas situaciones en las que está atascado, incapaz de hacer salir a la luz ese fuego que lleva dentro. Es imposible no percibir cierta simpatía por esos intentos suyos, tan irónicos, de convertirse en protagonista, de realizar por fin algo que pueda salvar su vida.
Pero la batalla de Walter no es sólo contra sí mismo. También el mundo en el que vive, el del periodismo, está atravesando cambios profundos. Life está a punto de abandonar el mundo del papel y pasar al digital, y se dispone a imprimir su último número. Walter trata de sobrevivir entre los recortes y los despidos. Y justo cuando se está preparando para la mayor de las humillaciones, toda la historia da un vuelco y toma un rumbo totalmente inesperado.
El tímido Walter se lanza en busca de una fotografía que el famoso reportero gráfico Sean O'Connell (Sean Penn) le ha pedido para la última portada. La verdadera vida de Walter Mitty empieza aquí, a partir del precioso don que otro le hace. Atravesará Groenlandia haciendo skateboard, desafiará a la erupción de un volcán en Islandia, tendrá que vérselas con guerrilleros afganos para encontrar la imagen perdida, la foto número 25. La realidad se convierte en su mayor aliada en esta aventura. Walter ya no huye, vive continuamente atraído por ese «¡ve!» que Sean pronuncia cuando, mirándole a los ojos, le invita a emprender el viaje.
Pero será en el encuentro entre ambos donde la historia alcance su mayor plenitud. Sean le está esperando, apostado con su cámara fotográfica sobre una cima del Himalaya. Su rostro recuerda al de un Jesús de Caravaggio cuando le muestra un modo nuevo de vivir la relación con todo lo que le rodea. Walter se sienta a su lado y empieza a ver las cosas como las ve Sean, y por primera vez las ve «preciosas». Es una mirada lo que le restituye esa ternura hacia sí mismo y le convierte por fin en el hombre que siempre había querido ser. Y cuando al terminar la película descubrimos, con Walter, la portada del último número de Life y el contenido de la foto 25, entonces surge la sospecha de que a Dios, en el fondo, nuestros intentos le gustan. Además, parece estar inexplicablemente agradecido. Y nosotros, en sus ojos, podemos reconocernos finalmente afirmados como un bien eterno.
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