Hace un año, el primer capítulo de El hobbit confirmó el feeling entre el director Peter Jackson y el mundo narrativo de J.R.R. Tolkien, con los personajes que habitan la Tierra Media. El viaje real y metafórico de Bilbo Baggins y los trece enanos acompañados por Gandalf prosigue ahora en La desolación de Smaug, donde el tono es más aventurero, hay más acción y la atmósfera es más oscura y misteriosa, pero no renuncia a los toques de humor.
Un flashback nos introduce en la historia, con el mago Gandalf (Ian McKellen) y el enano Thorin Escudo de Roble (Richard Armitage) intentando hacer un plan sentados a una mesa de la taberna del Poney Pisador. Sobre la Tierra Media acecha la sombra de Smaug, que custodia el oro robado a los enanos que, liderados por Thorin, están decididos a reconquistar el reino perdido de Erebor.
La “desolación” es el término que describe las tierras desiertas que rodean la Montaña Solitaria donde habita el dragón. Bilbo Baggins (Martin Freeman) se ha visto implicado a su pesar en la aventura y ahora esconde un secreto el objeto sustraído a la criatura llamada Gollum, el anillo forjado por el malvado Sauron «para atraerlos a todos y atarlos en las tinieblas»,, como recita el poema élfico compuesto por Tolkien.
En el transcurso del viaje hacia la montaña, la compañía recibe la ayuda del misterioso Beorn, se pierde entre los peligros del Bosque Negro, queda atrapada entre las impresionantes telarañas en 3D y huye de la prisión de los elfos, escondiéndose en barriles lanzados al río. Otros personajes, amigos y enemigos, aparecen a lo largo del camino, hasta el momento en que Bilbo tendrá que demostrar que es el “ladrón” que los enanos suponen.
Jackson confirma una vez más su valor al construir un film espectacular y con un corazón que no deja de latir. Las huidas, los combates, los giros son dignos de los mejores largometrajes de aventura, los acontecimientos se multiplican y la puesta en escena se hace cada vez mejor. Cuando la fantasía es útil, como en este caso, para hablar del alma humana, con sus miedos y sus angustias, de los deseos y decisiones, temerarias o ponderadas, del camino de quien osa alejarse de lo conocido para emprender un sendero arduo, entonces la fábula se hace épica.
El mal, en Tolkien, se declina de muchas formas, confiriendo a la historia múltiples niveles de significado. Está el mal absoluto, representado por Sauron y sus secuaces, que no conoce redención y que se combate sin vacilar. Pero existe también un mal relativo, sutil y lleno de matices, que corroe el alma del hombre con el egoísmo y la sed de poder o venganza. Los elfos, criaturas del bien, puras y vinculadas a la Luz, corren el riesgo de encerrarse en un lugar seguro del bosque para defenderse del enemigo, despreocupándose del mundo exterior. Tauriel (Evangeline Lilly) y Legolas (Orlando Bloom) toman una valiente decisión cuando salen del Bosque Negro para ayudar a los enanos, desobedeciendo las órdenes del Rey.
El deseo del anillo infunde en Bilbo una audacia inesperada, pero no dictada por la serena aceptación de su destino sino por el ansia de combatir contra cualquiera que pueda amenazar el “tesoro”. Por su parte, a Thorin le cuesta abrirse a otros, se deja llevar por su deseo de venganza y corre el riesgo de olvidar el valor de la solidaridad, el único capaz de salvar a los habitantes de la Tierra Media de la destrucción que el codicioso dragón y los ejércitos de Sauron llevan consigo.
La luz también puede tener diversos matices: todos buscan el sol y temen a la noche, pero Tauriel elogia la belleza de las estrellas y, al llegar la Montaña Solitaria, es la luna la que ilumina la puerta secreta.
En el trasfondo, los espléndidos paisajes de Nueva Zelanda se transforman con el mutar de las condiciones climáticas. Los copos de nieve se posan en las barbas de los enanos, los rayos de sol se filtran entre los árboles y los montes se alzan majestuosos a lo largo del camino. La película nos transporta a lugares nuevos, del bosque a la montaña, de las cascadas al pueblo sobre el lago, donde el hielo y la niebla parecen contraponerse a la amenaza del fuego que representa Smaug, el dragón con el que Bilbo y los enanos se enfrentan en la última parte. Una secuencia quizá demasiado larga pero llena de efectos especiales y que lleva a un final que, naturalmente, abre las puertas al capítulo final de la trilogía.
El hobbit es una historia coral, un viaje a través de un mundo fantástico que refleja el real, con montañas que escalar, bosques oscuros que atravesar y tentaciones que combatir, tinieblas que ensombrecen el alma y estrellas que, para quien no deja de mirar hacia lo alto, antes o después vuelven a brillar.
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