El 31 de octubre de hace veinte años moría en Roma Federico Fellini. Nacido en Rímini en 1920, se trasladó a la capital italiana en 1939. Allí empezó a trabajar como guionista en el mundo de la radio y después en el cine. El joven Federico colaboró en las páginas más memorables del neorrealismo de Roberto Rossellini – Roma, ciudad abierta, 1945; Paisà (Camarada), 1946; El amor, 1948, donde protagoniza además uno de los episodios –; escribió también para Pietro Germi y Alberto Lattuada, con el que debutó en la dirección en 1950 con Luces de variedades. Un homenaje al mundo del vodevil que si bien no supuso un éxito comercial fue la primera tesela de un universo personal que el director riminés iría construyendo con cada una de sus películas.
Luces de variedades marca el inicio de una carrera que llevaría a Fellini, y con él a todo el cine italiano de posguerra, a ser conocido y admirado en todo el mundo: Los inútiles (1953), La strada (1954), Las noches de Cabiria (1957), La dolce vita (1960), 8½ (1963). Incluso después, con Fellini-Satyricon (1969), Amarcord (1973), Ginger y Fred (1985), La voz de la Luna (1990), por citar sólo las etapas fundamentales de un recorrido humano y artístico único e irrepetible, lleno de obras maestras muy personales, pero capaces también de ofrecer un juicio sólido sobre la situación de la Italia contemporánea.
Fellini nunca intentó ser el director siempre perfecto, atento a no equivocarse nunca, sino que recorrió su propio camino arriesgando a cada paso todo el crédito obtenido en sus años de trabajo, atrayendo con el estreno de cada una de sus películas las iras de una u otra parte de la cultura italiana. La strada es el film que, rompiendo puentes con el entonces imprescindible neorrealismo, empieza a abrir una ventana lírica en su particular visión del mundo, ampliada y cincelada después hasta la explosión pirotécnica de Amarcord, que no es otra cosa que la puesta en escena de su propia memoria. O mejor aún, de los fragmentos de vida, propia u oída a otros, que rebotan, casi confusos, en la memoria de su autor: el extraño detalle de un rostro, el comportamiento particularmente provocador de una mujer, o la gran nevada vista desde la pequeña estatura de un niño, se convierten en la principal seña de identidad de esos personajes y ambientes. No por el ánimo de caricaturizar sino porque así son las notas de la memoria.
Después de Amarcord el director termina replegándose aún más irremediablemente sobre sí mismo – pero en esos años le sucede lo mismo que a otros maestros como Visconti, Antonioni o el propio Rossellini – y su cine parece convertirse en víctima de un narcisismo, o más concretamente de un “fellinismo” demasiado autocomplaciente, a menudo imposible de apreciar hasta el fondo por alguien que no fuera el propio Federico Fellini. Pero el fellinismo es sólo un momento en una obra mucho más amplia y variada, capaz de conquistar aún hoy al espectador. Así lo ha revelado incluso alguien de quien uno no se lo esperaría (cinematográficamente hablando) como es el Papa Francisco, que en su entrevista con Antonio Spadaro en La Civiltá Cattolica, cita precisamente La strada entre sus películas preferidas: «La strada de Fellini es quizá la película que más me haya gustado. Me identifico con esa película, en la que hay una referencia implícita a san Francisco». La historia del violento Zampanó y la extraña y desconcertante – por tanto auténticamente felliniana – Gelsomina sigue conmoviendo todavía hoy al recordarnos que cualquier esfuerzo humano por sí solo no basta, hace falta un significado para que cualquier gesto nuestro pueda ser salvado de su inexorable inconsistencia. Y ese sentido debe estar presente, como le dice el Loco – otro personaje felliniano – en el diálogo central de la película: «Yo no sé para lo que sirve esta piedra, pero estoy seguro de que sirve para algo. Porque si fuera inútil, el resto también sería inútil: incluso las estrellas. Incluso tú también sirves para algo, con tu pequeña cabeza de alcachofa». Sólo así la relación de la joven con el violento e inestable Zampanó puede alcanzar su verdad hasta convertirse en sacrificio que pueda dar inicio a un cambio. En una sociedad que estaba empezando a saborear el boom económico, el director riminés no tuvo miedo de proponer una reflexión sobre el sentido de estar en el mundo.
Durante cuarenta años, Fellini contó sus sueños, sus deseos, sus alegrías y sus dolores. Durante toda su vida nunca se comprometió a vender su éxito a cambio de dinero fácil; coherente consigo mismo hasta el fondo, hizo su camino persiguiendo siempre su arte, hablando de sí sin esconderse nunca. Como él mismo afirmó respondiendo a Oriana Fallaci en febrero de 1963, después del estreno de su primera película autobiográfica, 8½:
Fallaci: «Perdone, señor Fellini: el cardenal de la película afirma una realidad gélida: “Nadie viene al mundo para ser feliz”. ¿Usted es feliz? ¿Está al menos satisfecho?».
Fellini: «¿Feliz?... Sí… Estoy contento en el mundo, estoy contento con los demás. Me interesa lo que me sucede, trabajo contento: hasta el punto de que ni siquiera me parece un trabajo. Satisfecho… Espero no estar nunca completamente satisfecho: porque entonces sería el fin. Me ha ido muy bien, es verdad. Pero ha ido como tenía que ir».
Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón