Hayao Miyazaki ha anunciado (de nuevo) su retiro. Esta vez parece ir en serio. Mientras tanto, podemos disfrutar de un nuevo capítulo de su cine que, entre el folclore nipón y el amor por la naturaleza, abre los ojos de sus espectadores, y no sólo los de los niños.
Ya había anunciado otras veces que se retiraría del cine. Hayao Miyazaki, nacido en 1941, el maestro japonés del manga y el anime, tras varios años de silencio, sabíamos que volvería a reaparecer con un nuevo trabajo que de nuevo nos dejaría con la boca abierta. Pero esta vez parece que va en serio pues ha hecho oficial su anuncio nada menos que en el escenario de la 70ª Mostra internacional del arte cinematográfico de Venecia, donde ha presentado su último trabajo, The wind rises (2013).
Cuenta la historia de un ingeniero aeronáutico durante la Segunda Guerra Mundial. Para los que conocen su obra, la trama recuerda inevitablmente a la de otras de sus películas más conocidas, aquel Porco rosso (1992) ambientado en un imaginario inicio del siglo XIX donde los pilotos de los hidroaviones eran los jefes absolutos del cielo. Así resumida, la historia no parece presentar nada particularmente extraño a nuestros ojos de occidentales demasiado realistas, a no ser por el hecho de que el protagonista es uno de los líderes de las fuerzas aéreaz imperiales que por motivos desconocidos ha adquirido la apariencia de un... ¡cerdo! Sin embargo, lo que podría parecer una historia sin pies ni cabeza, en las manos de Miyazaki se convierte en una auténtica joya donde la dimensión fantástica se hace increíblemente verosimil, no sólo a los ojos de los niños sino también de los espectadores adultos.
Como sucede también en Mi amigo Totoro (1988), la historia de dos hermanitas que en los bosques de los alrededores del Tokio de los años 50 se encuentran con Totoro, una enorme pero tierna criatura que recuerda a un peluche (no en vano su imagen se convertirá después en el logo del Studio Ghibli, la productora de Miyazaki). Una suerte de espíritu guardián de la naturaleza, divertido e imprevisible, Totoro lleva de la mano a las niñas y también a los espectadores a un mundo fantástico – que sin embargo siempre tiene un punto de partida anclado en la realidad, a menudo dramático como pueden ser los vientos de guerra en Porco rosso o la enfermedad de la madre en Totoro –, un universo donde la experiencia de algo maravilloso se convierte en la clave para aprender a mirar, a respetar y a amar el mundo de verdad, una vez terminado el viaje que el director nos invita a hacer.
Este amor por la naturaleza, sin embargo, no es el habitual ecologismo tan de moda actualmente, sino más bien una visión de la realidad que hunde sus raíces en la más profunda cultura japonesa: «En el cine de animación de Hayao Miyazaki […] encontramos tanto la representación de la religiosidad cotidiana como una fantástica remodelación del folclore y del imaginario típico japonés; todo ello, por otro lado, forma parte casi siempre de una visión precisa del mundo, del hombre y de la naturaleza, de la vida y de la muerte, muy personal y con varios puntos de contacto sobre todo con el shintô», la religión autóctona japonesa que ve en cada entidad particular la presencia de un kami, una presencia divina que suele ser buena y respetada.
Lo mismo sucede en sus dos obras maestras, La princesa Mononoke (1997) y El viaje de Chichiro (2001): en la primera, los hombres empiezan a destruir los bosques en busca de nuevos recursos, pero tienen que enfrentarse a San, la “princesita Mononoke”, una chica que dedica su vida a defender el espíritu del bosque. En la segunda, la pequeña Chihiro se pierde en una ciudad mágica donde varios kami van a descansar y a limpiar la suciedad que está contaminando la naturaleza en la que viven. En ambas películas la animación llega a su máximo nivel y los diseños llegan a tal detallismo que maravillan por su precisión. Es asombroso, como si la lente de aumento del director nos mostrase por primera vez una flor o un riachuelo: precisamente por este estupor, que Miyazaki sabe suscitar como nadie, fluye el respeto y la gratitud hacia la naturaleza que distinguen el sentimiento de adoración característico de la cultura japonesa más auténtica.
Pero no basta con el solo respeto a la naturaleza, también hay un cambio pesonal, un crecimiento de los personajes. En Mononoke los hombres se hacen más conscientes de los daños que están causando al bosque, pero la propia San también se da cuenta de que no todos los seres humanos se dedican a destruir lo que tocan. En el film de 2001, premiada con el Oscar, Chichiro penetra más a fondo en sus propias tradiciones, pero el suyo es sobre todo un viaje de la infancia a la edad adulta, durante el cual se hace más responsable de lo que le rodea, incluida su propia familia.
Miyazaki normalmente no explica, se limita a mostrar: y es así como nos sorprende, llegando a hacernos mirar siempre lo que nos rodea con los ojos maravillados del niño, como sucede ejemplarmente con la pequeña Ponyo en la película homónima de 2008. Y como seguramente nos sorprenderá también con este nuevo film. Esperemos que siga haciéndolo aún en el futuro; mientras tanto, esperamos a poder hacer con él este nuevo y maravilloso vuelo por la gran pantalla.
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