¿Qué le falta al Gran Gatsby? ¿Al misterioso, fascinante y multimillonario Jay Gatsby? ¿Qué quiere tener, cuando cada noche trata de aferrar esa luz verde lejana al otro lado de la bahía? Le falta el Amor, con la A mayúscula. Le falta la bellísima, pero frívola, Daisy, la chica que amó en el pasado, pero que se ha casado con otro hombre, rudo y muy rico. Para recuperarla, él también se ha hecho rico, gracias al dinero fácil del mundo de los gangsters. Ha comprado una mansión enorme, enfrente de la de su amada. Para encontrarse con ella organiza fiestas sin límite en las que toda la Nueva York de los “rugientes Años Veinte” se emborracha de alegría. Todos excepto él. Porque él tiene un solo sueño, un solo bien. Y en este mundo de luminosa chatarra moral que es América (al menos en la novela de Francis Scott Fitzgerald, en la película se nota menos), Jay Gatsby es el único que cree realmente en la esperanza de alcanzar la felicidad. Por eso, romántico, megalómano y derrotado, él sigue siendo igualmente el “Gran” Gatsby.
¿Qué le falta a El Gran Gatsby, al film? El sentido auténtico de la tragedia, del drama inevitable que interpela a todo destino humano. Ciertamente, en comparación con el libro de Scott Fitzgerald, falta el sentido de la historia, el retrato de la mítica “edad del jazz”, de su esplendor y de su cinismo, de su dinero fácil gracias a Wall Street o a lo prohibido, que poco después saldría ardiendo en la mayor crisis que Norteamérica haya vivido nunca.
Pero eso no le interesa a Baz Luhrmann, el rutilante director de películas besadas por el éxito, como Romeo+Julieta o Moulin Rouge. En manos de Luhrmann, la novela símbolo de una etapa de la historia norteamericana se ha convertido en un cuento de hadas, a todos los efectos. El noble héroe que busca a la princesa perdida, el enemigo brutal e indigno, los dos castillos en las orillas opuestas del mar, la tierra infernal que separa este mundo encantado de Nueva York, las noches estrelladas y la mágica luz verde inalcanzable, como un reclamo que no deja de brillar allí abajo. Incluso visualmente, este Gran Gatsby se parece más a un cuento de hadas moderno de la época de los videoclips que a un viaje literario hacia el pasado. Las escenas de las fiestas, la música, los colores, los efectos especiales y de videojuegos evocan la graphic music o el gusto barroco de la fotografía de un David LaChapelle, entre la moda y la publicidad, más que la dorada elegancia de los Roaring Twenties que describen las páginas del libro.
Pero en el fondo, el juego, tomado así, a su modo, resulta divertido y funciona igualmente. Transformada en cuento de hadas atemporal, la historia del misterioso Gatsby y de su solitaria esperanza, de su necesidad de felicidad que nada puede saciar si no la presencia de la mujer amada, captan el corazón de la novela, que se cierra con una célebre frase, la misma que cierra también el film, y que evoca no ya la Historia sino la infinita nostalgia que va contenida en toda acción auténticamente humana: «Y así seguimos remando, barcos contra corriente, empujados sin cesar en el pasado».
El gran Gatsby (The Great Gatsby, 2013)
de Baz Luhrmann,
con Leonardo DiCaprio, Carey Mulligan, Tobey Maguire.
De la novela homónima (1925) de Francis Scott Fitzgerald
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