La cámara se ralentiza y la narración casi se detiene. Hasta ese momento, las historias de los múltiples personajes que el director Paul Thomas Anderson narra – en la que hasta hoy es probablemente su mejor película – se habían ido entrelazando sin un instante de tregua. Muchas historias distintas que sin embargo de algún modo tienen que ver unas con otras: Frank T.J. Mackey (Cruise) lleva años en ruta con su padre, Earl Partridge (Robards), un anciano productor televisivo que se acerca a la muerte, cuidado por su joven esposa Linda (Moore) y el enfermero Phil Parma (Seymour Hoffman). Luego están Donnie Smith (Macy), ex niño prodigio de un programa presentado por Jimmy Gator (Baker Hall) y producido por Earl Partridge, y Stanley Spector (Blackman), el niño prodigio actual del mismo programa. Claudia Wilson Gator (Walters), la hija drogodependiente de Jimmy, y Jim Kurring (Reilly), un policía que conoce a Claudia y Donnie… Uno podría perderse en esta galaxia de personajes si la dirección de Anderson no tuviera cuidado de hacer bien comprensible el engarce de las historias que cuenta.
Sin embargo, llegado a un cierto punto, el film se ralentiza repentinamente y, a su vez, podemos ver a los personajes cantar: cada uno en su lugar, pero misteriosamente unidos al cantar la misma canción (Wise up de Aimee Mann). Incluso Earl, en su lecho de muerte. En esta suspensión narrativa se desvela el verdadero protagonista de la película: la espera. La espera (la petición que el cantar implica) de que suceda algo que dé sentido a las vidas de estos hombres, que suceda algo que pueda abrirse paso en la soledad y permita encontrar el camino adecuado para tener, o volver a tener, una relación con el otro. La película comienza con la descripción de algunos hechos dramáticos aparentemente casuales, pero la voz en off declara de pronto que pueden ser sólo coincidencias: todos los protagonistas, a los que conocemos en circunstancias aparentemente casuales, se mueven durante todo el film esperando que algo suceda.
Y algo sucede, algo tan imprevisible que hace estallar un drama, pero que en su excepcionalidad parece ser casi el objeto de la espera: del cielo empiezan a llover ranas. Un diluvio de tonos bíblicos y, quizá precisamente por eso, constituye en cierto modo una epifanía sui generis de lo divino. Tras esta lluvia surrealista, la tensión se relaja y cada uno encuentra la forma de reconciliarse consigo mismo, con su pasado y con los demás. ¿Es que han encontrado respuesta a sus necesidades? Sin duda, en ese momento renace en ellos la esperanza. No es casual que la última imagen sea la de una sonrisa liberadora, tan fulgurante como inesperada, porque todo hombre vive esperando que llegue algo o alguien que dé sentido a su vida. Tal vez Magnolia no consiga definir bien cuál es el verdadero objeto de esta espera, y por eso sólo llega a poner en escena un hecho simbólico, como la lluvia de ranas. Sin embargo hay algo que afirma con claridad: que no somos víctimas del azar y que si el hombre espera es porque, en alguna parte, la respuesta debe existir. Y antes o después tiene que llegar.
Magnolia (USA 1999), de Paul Thomas Anderson
con Tom Cruise, John C. Reilly, Julianne Moore, Philip Baker Hall, Jeremy Blackman, Philip Seymour Hoffman, William H. Macy, Melora Walters, Jason Robards
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