«Limítese a enseñar, no a educar a nuestra hija». Es la frase clave del precioso film canadiense Profesor Lazhar, de Philippe Falardeau, la historia de un profesor suplente que entra en una escuela elemental de Montreal y, con la fuerza natural de la razón y del corazón, socava las barreras instaladas por una “corrección” que impide cualquier posibilidad de relación humana verdadera, ya sea educativa o no. ¿Por qué nos llama tanto la atención esa afirmación? Tal vez porque llevamos en el corazón la libertad de educación, o porque sabemos por experiencia que la educación vivida como una relación total se convierte en algo determinante para la persona. Pero también los que nunca se han parado a reflexionar sobre todo esto quedan impresionados por la película, y por esa frase. Evoca una pregunta crucial, que no sólo tiene que ver con los niños, también con los adultos. Educar o instruir, en el fondo, es la diferencia entre creer que existe un bien al que nuestro corazón tiende y un camino por el que “confusamente” ponerse en marcha para alcanzarlo. Quizá por todo esto las películas que “hablan de la escuela”, incluso cuando uno ya es mayor, nos suelen conmover.
El cine dedicado a la escuela, si se observa con atención, es siempre un espejo de lo que la sociedad piensa de sí misma y de su conciencia, o no, de ser adulta, es decir, de su capacidad para generar. Los americanos, que siempre tienen un género para clasificarlo todo, llaman a este tipo de películas teacher drama. ¿Cuántas películas recordamos donde el protagonista es un profesor, positivo y generoso, en lucha con chicos difíciles? Hay grandes clásicos que no nos cansamos de ver, como Semilla de maldad, de Peter Brooks, con Gleen Ford, manifiesto de una América que se preguntaba cómo transmitir sus valores a sus hijos más difíciles en la periferia más dura de Nueva York. O una preciosa película más reciente, Nader y Simin, una separación, de Tony Kaye, que parece que ha ido diez años más adelante, pero sin encontrar esperanza alguna.
Las películas que hablan de la escuela parecen esconder un sentimiento de culpa. Incluso en el mejor de los casos, ¿qué podemos transmitir de verdadero y bueno? Es el caso de La clase, una película de corte “neorrealista” del francés Laurent Cantet, Palma de Oro en Cannes en 2008, donde un profesor apasionado lucha con la difícil situación de nuestras sociedades multiétnicas, violentas, disgregadas. Su generoso intento es el de transmitir a los chicos la posibilidad de un lenguaje común como único instrumento para la convivencia. ¿Pero cómo pueden mostrar el bien y lo bello, lo que nos une, unas sociedades como las nuestras, que ya no saben identificarse a sí mismas?
Educar puede llegar a ser también una tremenda pretensión. Cuando se convierte en un intento de imponerse a toda costa. A costa de hacer morir, y no sólo metafóricamente, el bien que rebosa en el corazón de los jóvenes. Es el caso de una película de culto como El club de los poetas muertos, de Peter Weir. Dosis abundantes de buenos sentimientos, rebelión y poesía, pero en realidad ofrece una imagen completamente negativa de los adultos (profesores formales y padres que no saben comprender el deseo que late en el corazón de sus hijos), a los que opone como positiva la imagen de otro adulto, el profesor Keating, que parece ser el único capaz de implicarse con sus estudiantes. En realidad, se limita a suscitar en ellos una exasperación de su deseo, sin saber luego cómo acompañarles, y sin comunicarles la posibilidad de que haya respuesta a ese deseo, ni la paciencia de un camino. De modo que el resultado no puede ser más que trágico, nihilista. Pero es indicativo y desalentador que alguien así haya sido interpretado sin embargo como ejemplo de lo mejor que la escuela puede ofrecer: una utopía destinada a fracasar.
Resulta difícil, en el horizonte cultural de nuestras sociedades, hallar la sola intuición de que las cosas puedan ser distintas. Aunque hay algún film que testimonia la posibilidad de un camino diferente y la necesidad humana de recorrerlo juntos, o al menos de intentarlo. El hombre sin rostro, de Mel Gibson, significativamente no trata de la escuela, pero es una ejemplificación preciosa de la relación educativa: entre un chico que busca instruirse y un ex profesor, marcado por el dolor, que no quiere dar instrucciones. Pero mientras los adultos se revelan incapaces de tomar en serio al chico (como mucho, es adundo de psicólogos), para “el hombre sin rostro”, ese que todos ver como un profesor fracasado (quizá no daba bien las instrucciones), el desafío es irrenunciable. Algo parecido sucede en El indomable Will Hunting, de Gus Van Sant, la historia de un genio “natural” que se rebela y un profesor que intenta, no transformarlo en un fenómeno de las matemáticas, sino hacerle descubrir todas sus potencialidades humanas. En el fondo, la historia de la necesidad de ser padres e hijos.
A menudo, si hay algo que el cine sobre la escuela pone en evidencia, es sin embargo la incapacidad de los adultos, el miedo a concebirse como tales: como si el “riesgo” educativo fuera el de poder causar el mal al que está enfrente. No tener la certeza de un bien provoca el miedo de no saber comunicar un bien a los jóvenes. En Nader y Simin, una separación no es casual que el suplente que protagoniza la película (cuántos suplentes en los teacher drama: es como decir que para los nuevos es más fácil acusar el golpe de la realidad, aunque también plantea una duda sobre una relación que pueda ser definitiva) sea un adulto perturbado, inadecuado, que lleva a sus espaldas a su vez una historia difícil y violenta. En el fondo, es la misma condición que la de Profesor Lazhar. La diferencia es que el maestro Bachir llega a vivir este drama con humanidad, sin la sospecha – que sus colegas sin embargo llevan impresa en la cara – de que sea imposible compartir lo humano. Algo que sin embargo no consiguen hacer – ni siquiera dentro de los límites de una comedia más banal – los protagonistas de El rojo y el azul, de Giuseppe Piccioni, que se acaba de estrenar con éxito en Italia. También aquí nos encontramos con un grupo de adultos encogidos, y los chicos se convierten en el pretexto para hacer salir a la luz sus problemas sin resolver. Al final de Nader y Simin, una separación sale la foto de un profesor sin rostro, lo contrario del hombre desfigurado de Mel Gibson, que al final descubre su verdadero rostro en la relación con un chico que sólo quería aprender.
Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón