«¡Qué bellos son los libros que hacen reír y llorar al mismo tiempo!». Qué verdad tan grande puesta en boca de Jerónima, en la obra de O. Milosz, Miguel Mañara.
Maktub no es un libro, pero sí un cuento hecho película. Un cuento de navidad lleno de realidad, un cuento que hace reír y llorar al mismo tiempo. Lo mismo se podría decir de Paco Arango: un mexicano simpatiquísimo, lleno de alegría y de tantas historias, bellas y dolorosas, que han marcado su vida. Algunas de ellas atraviesan su última película.
Por curiosidad visitó hace más de diez años el hospital Niño Jesús en Madrid: «fui un miércoles, después un martes, un jueves, un viernes, y al final acabé yendo todos los días». Allí acompaña diariamente a niños enfermos de cáncer y a sus familias, que habitualmente son las que más sufren, las que menos comprenden. «En el hospital he visto morir a muchos niños, más de doscientos. Cuando ves que se acaba la vida de un inocente, todas las tonterías que puedes tener en la cabeza desaparecen». En Maktub el dolor y el sufrimiento emergen de modos muy distintos, pero no son los protagonistas. La risa, de improviso, parece colarse entre las grietas y recovecos de la vida, no para censurar u olvidar el dolor, sino para mostrar la bondad última de la existencia. Se ve que esto es verdad porque Arango se desenvuelve en la realidad tal y como se mueven los personajes de su película: sin artificiosidad, con la misma alegría y naturalidad. En el salón que acoge este encuentro hay muchas personas que han sufrido largas enfermedades o que han visto morir a algunos familiares. Paco las mira con afecto, les presta atención, les pregunta con curiosidad y se ríe con ellas.
«En muchos hospitales españoles no se afronta la muerte de un modo humano, no se deja que los niños conozcan su situación. Sin embargo, en muchas ocasiones, ellos mismos, ante el drama que viven, manifiestan una certeza inusual [...]. Antonio, por ejemplo, el niño en el que se inspiró la película, tenía una fe excepcional. A los padres les digo: “disfruta de tu hijo hoy”. Normalmente los niños viven la enfermedad con una sonrisa, mientras que los padres lo pasan mucho peor. No hay que tener miedo a vivir las circunstancias que nos toca vivir. [...] Ante las tragedias lloramos una barbaridad. El sufrimiento es realmente un misterio, es inexplicable. Pero cuando lo aceptamos nos damos cuenta de que el amor sobrevive al dolor».
Hay encuentros que tienen la capacidad de cambiar nuestra vida. Esto se ve perfectamente en la película. Manolo (Diego Peretti) está lleno de desilusión y apatía. Como en tantos casos reales, parece que el único camino que queda es el de aceptar con resignación la indiferencia de su mujer, la distancia abismal que le separa de sus hijos y, en el fondo, la insatisfacción de la que ya no se puede librar. Sin embargo, ante este panorama, la presencia de Antonio logra arrancarle poco a poco del escepticismo. Un sentimiento pasajero o una fuerte determinación de la voluntad no tienen la capacidad de hacer que la vida merezca la pena. En cambio, un encuentro humano puede llegar a convertirse en un vendaval que nos arrastra y nos cambia la vida. ¿Qué es lo más real? Que la propia vida cambie, que renazca lo que parecía muerto, que se una lo que estaba separado. La película y la vida de Paco Arango (la primera no se entendería sin la segunda) ponen de manifiesto de un modo audaz y brillante que la última palabra sobre la existencia no es ni el dolor ni el hastío. El gusto por la vida, el deseo de volver a comenzar y el rostro de los más queridos llaman una y otra vez a la puerta de nuestra poquedad. Maktub y la genialidad de Arango son dos llamadas vitales, difíciles de silenciar.
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