Verano. Tiempo de vacaciones, descanso y películas ligeras. Enciendo la televisión en busca de ideas y el telediario anuncia: “¡Hace calor!”. Vaya novedad, estamos en julio. Otra historia sería que hiciese un calor extremo, como en aquella vieja película de... ¡ciencia ficción! Cualquiera ve hoy la antigua ciencia ficción, donde los planetas se hacían con bombillas, los monstruos con madera y tela, y las naves espaciales colgaban de hilos de alambre sobre fondos de cartón. En la era del diseño por ordenador este nivel de simplicidad resulta casi ridículo. Ahora estamos acostumbrados a efectos especiales asombrosos, a imágenes imposibles, a guerras y combates que no tienen nada que envidiar a los videojuegos. Sin embargo, la ciencia ficción del cine de ayer, a pesar de la escasez de recursos por la que se califica a estas películas de serie B, todavía tiene su encanto y su profundidad.
Se trata sobre todo de un cine hecho para maravillar al espectador, mostrarle mundos nuevos y situaciones imposibles que sin embargo parecen estar al alcance de los hombres. La conquista del espacio, una realidad todavía remota en los primeros años cincuenta, es vista por la ciencia ficción americana como la nueva frontera que hay que franquear, el nuevo Western por descubrir. Películas como Con destino a la luna (Irving Pichel, 1950) o La conquista del espacio (Byron Haskin, 1955), a pesar de la pobreza de su puesta en escena, están cargadas de esperanza y de confianza en la capacidad del hombre para convertirse cada vez más en el único y auténtico dominador del universo.
Estos films están también firmemente arraigados en el contexto social en el que nacieron. Son los años del enfrentamiento entre Estados Unidos y la URSS, los años del miedo a la guerra, especialmente a la guerra atómica. Los países occientales temen la invasión del enemigo comunista y la ciencia ficción acepta el desafío mostrando invasiones de todo tipo. La guerra de los mundos (Byron Haskin, 1953) pone en escena la famosa novela de H.G. Wells, actualizándola y separando con puritanismo a los hombres buenos y temerosos de Dios de los malvados alienígenes que todo lo destruyen. O bien El enigma de otro mundo (Christian Nyby & Howard Hawks, 1951), donde el invasor es un alien devuelto a la vida después de pasar mucho tiempo de hibernación en el Polo Norte.
También hay quien nos invade para hacer una advertencia. “He venido para deciros esto: a nosotros no nos importa lo que hacéis en vuestro planeta, pero si intentais extender vuestra violencia, esta Tierra vuestra quedaría reducida a un montón de cenizas”. El que habla así es el alienígena Klaatu en la obra maestra El día que paralizaron la Tierra (Robert Wise, 1951): para que el hombre pueda convivir con los demás planetas, es necesario sobre todo que mantenga el suyo en paz, pero el primer y más grave problema es el hombre mismo, todavía incapaz de aceptar al otro, al que es diferente.
El alma humana, con sus batallas, se convierte así en argumento de la ciencia ficción. La invasión de los ladrones de cuerpos (Don Siegel, 1956) lo confirma: el miedo nace cuando lo desconocido toma forma humana, como las esporas alienígenas que caen del espacio y duplican la población de Santa Mira con clones humanos privados de sentimientos, reflejo de una sociedad cada vez más apática y carente de valores.
El hombre es la causa de su propio mal; los numerosos experimentos atómicos en ambos polos del planeta están provocando el desplazamiento de la órbita terrestre, que empieza a dirigirse inexorablemente hacia el Sol. Gran parte de la humanidad aparece descrita así en El día que la Tierra se incendió (Val Guest, 1961). El aumento de la temperatura de la atmósfera terrestre saca lo peor de cada uno: los alienígenas y las astronaves dejan paso a la instintividad y violencia del hombre y al realismo cotidiano ocupan. El hombre se convierte en la última frontera que queda por atravesar en el Planeta prohibido (Fred McLeod Wilcox, 1956), un film fundamental donde un grupo de astronautas llega al planeta Altair 4. Allí tendrán que enfrentarse con la parte más oscura del ser humano.
Con este película entramos ya en el terreno de una ciencia ficción adulta, a la que sólo le falta la perfección técnica que caracteriza el cine de los años siguientes. En 1968 llegará 2001: Odisea en el espacio (Stanley Kubrick), que llenará ese vacío. Ese futuro tan soñado en los films de los años cincuenta parece estar al alcance de la mano cuando el 20 de julio del año siguiente el hombre desembarque en la Luna, haciendo así realidad tantos sueños vistos en la gran pantalla. Pero ésta es otra historia. Aquí, mientras tanto, sigue haciendo calor, pero afortunadamente no un calor extremo...
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