Vuelve a hablarse de sacerdotes pedófilos, con voces acusatorias que se refieren insistentemente a Alemania y tentativas de involucrar a personas cercanas al Papa. Creo que la sociología tiene mucho que decir al respecto y no debería callarse por miedo de crear algún descontento. La actual polémica sobre los sacerdotes pedófilos –considerada desde el punto de vista del sociólogo– representa un ejemplo típico de «pánico moral». Este concepto nació en los años Setenta para explicar cómo algunos problemas son objeto de una «hiperconstrucción social».
Más precisamente los «pánicos morales» han sido definidos como problemas socialmente construidos y caracterizados por una amplificación sistemática de los datos reales, sea en la representación mediática que en la discusión política. Se ha mencionado otras dos características como típicas de los «pánicos morales». En primer lugar, problemas sociales que existen desde hace décadas son reconstruidos en las narrativas mediáticas y políticas como si fueran «nuevos», o como objeto de un presunto y dramático incremento recientemente. En segundo lugar, su incidencia es exagerada por estadísticas folklóricas que, aunque no están confirmadas por estudios serios, son repetidas de un medio desde comunicación a otro, pudiendo así inspirar campañas mediáticas persistentes.
Philip Jenkins ha subrayado el papel que, en la creación y gestión de estos pánicos, desempeñan los «empresarios morales», cuyos propósitos no siempre están claros. Los «pánicos morales» no hacen bien a nadie. Distorsionan la percepción de los problemas y comprometen la eficacia de las medidas que deberían resolverlos. A un mal análisis no puede sino seguir una mala intervención. Hablemos claro: los «pánicos morales» tienen en sus inicios condiciones objetivas y peligros reales. No inventan la existencia de un problema, pero exageran sus dimensiones estadísticas. En una serie de valiosos estudios el mismo Jenkins ha mostrado cómo la cuestión de los sacerdotes pedófilos es quizás ejemplo más típico de un «pánico moral». En él se hallan presentes, en efecto, los dos elementos característicos: un dato real como punto de partida y una exageración de este dato por obra de ambiguos «empresarios morales».
Comencemos por el dato real. Existen sacerdotes pedófilo, Algunos casos son al mismo tiempo estremecedores y repugnantes, y han llevado a la condena definitiva de sus autores, que en ningún momento se han declarado inocentes. Estos casos –en los Estados Unidos, Irlanda, Australia– explican las severas palabras del Papa y su pedido de perdón a las víctimas. Aun cuando los casos fueran sólo dos –por desgracia son muchos más– serían siempre demasiados. Pero desde el momento que pedir perdón –aunque sea cosa noble y oportuna– no basta, sino que es necesario evitar que los casos se repitan, no es indiferente saber si éstos son dos, doscientos o veinte mil. Y tampoco es irrelevante saber si el número de casos es mayor o menor entre sacerdotes y religiosos católicos que en otras categorías de personas. Los sociólogos a menudo son acusados de trabajar fríamente sobre cifras, pero no se olvide que en este asunto detrás de cada número hay un caso humano.
Las cifras, aunque no sean suficientes, son necesarias. Son el presupuesto de todo análisis adecuado. Para entender cómo de un dato trágicamente real se ha pasado a un «pánico moral» es, pues, necesario preguntarse cuántos son los sacerdotes pedófilos. Los datos más completos han sido recogidos en los Estados Unidos, donde en el año 2004 la Conferencia Episcopal encargó un estudio independiente al John Jay College of Criminal Justice de la City University de Nueva York, che no es una universidad católica y es reconocida unánimemente como la más autorizada institución académica de los Estados Unidos en materia de criminología.
Este estudio nos dice que, entre 1950 y 2002, 4.392 sacerdotes estadounidenses (sobre más de 109.000) fueron acusados de relaciones sexuales con menores. De éstos poco más de un centenar fueron condenados por tribunales civiles. El bajo número de condenas por parte del Estado depende de diferentes factores. En algunos casos las verdaderas o presuntas víctimas habían denunciado a sacerdotes ya difuntos, o se habían agotado los plazos de prescripción. En otros, a la acusación y la condena canónica no correspondía la violación de la ley civil: es el caso, por ejemplo, en varios Estados norteamericanos, de un sacerdote que hubiera mantenido una relación consentida con una o también con un menor de más de 16 años.
Pero existen también muchos casos clamorosos de sacerdotes inocentes acusados. Estos casos incluso se multiplicaron en los años Noventa, cuando algunos bufetes legales descubrieron que podían arrancar compensaciones millonarias en base hasta de simples sospechas. Los llamados a la «tolerancia cero» están justificados, pero tampoco debería haber ninguna tolerancia para los que calumnian a sacerdotes inocentes. Añado que para los Estados Unidos las cifras no cambiarían significativamente en el período 2002-2010, pues ya el estudio del John Jay College señalaba el «declive notabilísimo» de los casos a comienzos de los años 2000.
Ha habido pocas acusaciones nuevas y poquísimas condenas a causa de las medidas rigurosas introducidas tanto por los obispos estadounidenses como por la Santa Sede. ¿Afirma acaso el estudio del John Jay College, come a menudo se lee, que el 4% de los sacerdotes norteamericanos son «pedófilos»? De ningún modo. De acuerdo con esa investigación el 78,2% de las acusaciones se refiere a menores que han alcanzado la pubertad. Tener relaciones sexuales con una chica de diecisiete años no es ciertamente algo encomiable, mucho menos para un sacerdote, pero no es pedofilia. Por lo tanto, los sacerdotes acusados de verdadera pedofilia en los Estados Unidos son 958 en 52 años, unos 18 al año.
Las condenas fueron 54, prácticamente una al año. El número de condenas penales de sacerdotes y religiosos en otros países es similar al de los Estados Unidos, aunque para ninguno de ellos se dispone de un estudio completo como el del John Jay College. Frecuentemente se citan una serie de informes gubernamentales en Irlanda, que definen como «endémica» la presencia de abusos en los colegios y en los orfanatos (masculinos) gestionados por algunas diócesis y órdenes religiosas. No hay dudas de que en tales instituciones haya habido casos –incluso muy graves– de abusos sexuales sobre menores en ese país. El examen sistemático de esos informes muestra, en cualquier caso, que muchas de las acusaciones se refieren al uso de medios de corrección excesivos o violentos. El llamado Informe Ryan de 2009 –que emplea un lenguaje muy duro respecto a la Iglesia Católica– reporta, sobre 25.000 alumnos de colegios, reformatorios y orfanatos durante el período que examina, 253 acusaciones de abusos sexuales sobre chicos y 128 sobre chicas, no todos atribuidos a sacerdotes, religiosos o religiosas, de diferente naturaleza y gravedad, raramente referidos a niños prepúberes. Dichas acusaciones raramente han desembocado en condenas.
Las polémicas de estas últimas semanas que tienen que ver con situaciones surgidas en Alemania y Austria muestran una característica típica de los «pánicos morales»: se presentan como «nuevos» hechos que se remontan a hace muchos años, en algunos casos hasta de más de treinta años, y en parte ya conocidos. El hecho de que –con particular insistencia en lo que toca al área geográfica bávara, de la que es natural el Papa– sean presentados en la primera plana de los diarios acontecimientos de los años Ochenta como si hubieran tenido lugar ayer mismo, y nazcan de ellos capciosas polémicas en forma de ataque concéntrico, que cada día anuncia en estilo sensacionalista nuevos «descubrimientos», muestra bien cómo el «pánico moral» es promovido por «empresarios morales» de manera organizada y sistemática.
El caso que –como han titulado algunos periódicos– «involucra al Papa» es, a su manera, de libro. Se refiere a un episodio en el que un sacerdote de Essen, culpable de abusos, fue acogido en la Archidiócesis de Münich y Frisinga, de la cual fue ordinario el actual Pontífice, remontándose el asunto a 1980. El caso salió a la luz en 1985 y fue juzgado por un tribunal alemán en 1986, llegándose a establecer que la decisión de acoger en la Archidiócesis al sacerdote en cuestión no había sido tomada por el cardenal Ratzinger, que ni siquiera sabía de ella, lo cual no es extraño en una gran diócesis con una compleja burocracia.
Debería preguntarse uno por qué en estos momentos un diario alemán decide exhumar el caso y llevarlo a primara plana 24 años después de la sentencia. Una pregunta desagradable –porque simplemente el plantearla parece que es como ponerse a la defensiva y no consuela a las víctimas– pero importante consiste en si ser sacerdote católico es una condición que comporta un riesgo de convertirse en pedófilo o de abusar sexualmente de menores –ambas cosas que, como se ha visto, no coinciden, ya que quien abusa de una persona de dieciséis años no es un pedófilo– más elevado respecto al resto de la población.
Responder a esta pregunta es fundamental para descubrir las causas del fenómeno y, por lo tanto, poder prevenirlo. De acuerdo con los estudios de Jenkins, si se compara la Iglesia Católica de los Estados Unidos con las principales denominaciones protestantes se descubre que la presencia de pedófilos es –según las denominaciones– de dos a diez veces más alta entre los pastores protestantes respecto a los sacerdotes católicos. La cuestión es importante porque muestra que el problema no es el celibato: los pastores protestantes, en su mayor parte, son casados. En el mismo período en el que un centenar de sacerdotes norteamericanos era condenado por abusos sexuales a menores, el número de profesores de gimnasia y entrenadores de equipos deportivos juveniles –también éstos casados en su gran mayoría– juzgado culpable del mismo delito por los tribunales estadounidenses rozaba los seis mil.
Los ejemplos podrían continuar, y no sólo en los Estados Unidos. Sobre todo, ateniéndonos a los informes periódicos del gobierno norteamericano, cerca de dos tercios de las molestias sexuales a menores no provienen de extraños o de educadores –incluyendo sacerdotes y pastores– sino de familiares: padrastros, tíos, primos, hermanos y, desgraciadamente, también padres. Datos semejantes existen para muchos otros países. Aunque sea políticamente incorrecto decirlo, hay un dato que es bastante más significativo: más del 80% de los pedófilos son homosexuales, es decir, varones que abusan de otros varones. Y –citando una vez más a Jenkins– más del 90% de los sacerdotes católicos condenados por abusos sexuales a menores y pedofilia es homosexual. Si en la Iglesia Católica puede haber habido efectivamente un problema, éste no tiene nada que ver con el celibato sino con una cierta tolerancia de la homosexualidad, en especial en los seminarios en los años Setenta, cuando fue ordenada la gran mayoría de sacerdotes más tarde condenados por tales abusos. Es un problema que Benedicto XVI está corrigiendo enérgicamente.
En términos más generales, el retorno a la moral, a la disciplina ascética, a la meditación sobre la verdadera y gran naturaleza del sacerdocio, constituyen el antídoto último a la auténtica tragedia que es la pedofilia. También para esto debe servir al Año Sacerdotal. Respecto a 2006 –cuando la BBC emitió el documental-basura sobre el parlamentario irlandés y activista homosexual Colm O’Gorman– y a 2007 –cuando Santoro propuso la versión italiana en el programa Annozero de Raidue– non hay, en realidad, nada nuevo, excepto la creciente severidad y vigilancia de la Iglesia.
Los casos dolorosos de los que más se habla en estas semanas no son siempre inventados, pero se remontan a veinte o incluso a treinta años hace. Tal vez sí hay alguna novedad. ¿Para qué exhumar en 2010 casos antiguos o muy a menudo ya conocidos al ritmo de uno por día, atacando cada vez más directamente al Papa –ataque, por lo demás, paradójico si se considera la enorme severidad del cardenal Ratzinger antes y de Benedicto XVI después sobre este tema? Los «empresarios morales» que organizan el pánico tienen una agenda que se da a conocer cada vez más claramente y que no está realmente centrada en la protección de los niños. La lectura de ciertos artículos nos muestra cómo lobbies muy poderosos pretenden descalificar preventivamente la voz de la Iglesia con la acusación más infamante y hoy, por desgracia, también más fácil: la de favorecer o tolerar la pedofilia.
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