¿Cómo diagnosticar la cultura espiritual de nuestro tiempo? ¿Con qué ideal forjamos hombres? En el entusiasmo de tantos descubrimientos admirables, la pretensión moderna ha sido doble: el apoderamiento primero del ser y luego del tiempo. Parte de una decisión: todo existe por el hombre y para el hombre. El final de esa voluntad de apropiación ha sido olvidar que el ser «se le da». Para los alemanes existir es ser dado: «Es gibt». A Nietzsche esa expresión lingüística le pareció una espada de tajante filo que deja sangrado el ser con la noticia de su origen divino. «Temo –dijo– que no vamos a desembarazarnos de Dios, porque continuamos creyendo en la gramática» (Crepúsculo de los ídolos).
Percibió que ensuciar o dar muerte a las palabras es asestar un golpe a la presencia de Dios en el mundo. Y a la inversa, un golpe a la presencia de Dios es un atentado a nuestras palabras. Por eso Wittgenstein programó: «Teología como Gramática-Gramática como Teología».
La segunda gesta prometeica es el apoderamiento del tiempo. El hombre hoy no quiere aguardar, reclama tenerlo todo en el instante y a su medida. Para cada deseo exige la satisfacción inmediata. Aguardar sería un freno a su libertad y acelera el crecimiento, excluye las dilaciones, no tolera las demoras. Esta actitud repercute en tres grandes órdenes en los que no se llega de golpe al final y en los que los procesos constituyentes no se dejan violentar. Los resultados aparentemente serán los mismos, pero solo en apariencia. Los tomates de invernadero con su rojo ardiente incitan nuestras glándulas; probados no saben a nada. Dos semanas nunca son dos meses. Así somos los hombres: sin maduración sólo hay inmadurez, mera adolescencia retardada.
Antes que Heidegger escribiera «Ser y Tiempo», ya nuestro Antonio Machado había escrito: «Al borde del sendero un día nos sentamos. / Ya nuestra vida es tiempo, y nuestra sola cuita / son las desesperantes posturas que tomamos / para aguardar… Mas Ella no faltará a la cita». Quien no tiene capacidad para aguardar hasta que llegue el tiempo propio de cada realidad: el crecimiento de cada río, la rama de cada árbol, el experimento en el laboratorio, la aparición del verso exacto, ese no sabe lo que es ser hombre, porque no cultiva el terreno en el que crece la esperanza. Y entonces nace el miedo ante lo que en sus entresijos sabe que consuma la vida. La muerte es fiel a su hora. La incapacidad para el aguardo en la vida primero produce el gozo de la conquista inmediata, pero luego genera la desesperación. Ser hombre es dar tiempo al tiempo, darnos a él como él se nos da a nosotros. Solo lo que se hace con la colaboración del tiempo arriba a la eternidad.
La actual agonía del tiempo repercute mortalmente en muchos campos. Solo aludo a algunos: la comunicación intersubjetiva, la enseñanza escolar, el amor personal y la creación poética. Que un alma llegue a otra, sin rozarla ni mancharla sino abriéndose con pudor y temblor, es un milagro que, cuando se da, transforma a quienes así se encuentran en seres más transparentes y felices. Esa comunicación requiere el tiempo que nos hace posible madurar, encontrar la palabra exacta, los circuitos y meandros a través de los cuales nos damos con generosidad y esperamos con gratitud al otro. No hay comunicación con imperativos, con solo frases hechas, con giros vulgares, tópicos, o abreviaturas en el móvil. Las excesivas comunicaciones fútiles pueden facilitar o entorpecer, afinar o volver roma la comunicación personal.
El segundo campo en el que repercute la enfermedad actual de acelerarlo todo, sin dar tiempo al tiempo, es la enseñanza. En ella está en juego la persona, y no solo la inteligencia. Y en esta está en juego el espíritu, y no solo la razón instrumental apta para saberes acumulativos, cuantitativos, pero no para aquel reino de realidad que es lo personal y espiritual. Hay saber cuando la realidad va insertándose y tejiéndose en el espíritu del hombre. Cada palabra y cada idea quedan entonces a cobijo en el interior del hombre, trenzándose con las anteriores y esperando las ulteriores, como esas piedras salientes de muchos edificios sin concluir que los franceses llaman «pierres d´attente», en castellano adarajas, que están esperando a ser completadas. La enseñanza no se puede comprimir en solo días intensivos, ni fragmentar en capítulos, ni comprimir en fórmulas aisladas de la totalidad, ni suplir con fotocopias. Tampoco se deja acelerar el proceso de aprendizaje por el uso excesivo de medios técnicos sin la implicación del sujeto. Necesarios son la calculadora y el ordenador, pero ¿qué sujeto los utilizará? La radicación en éste es directamente proporcional al tiempo empleado en pensar y al esfuerzo en discernir e integrar. Ser persona lleva su tiempo y sin la duración consentida no hay humanidad verdadera.
El tercer campo donde las dilaciones, la espera y los entretiempos son esenciales es el amor. En él se trata del encuentro de personas y no sólo de cuerpos; del alcance de la alegría y la felicidad, no solo de una pulsión inmediata o de una necesidad biológica saciada. Los rituales amorosos crecidos a lo largo de siglos acumulaban cláusulas y ritos que modulaban la espera mediante el afianzamiento y familiarización desembocando en la vida compartida, que incluía el encuentro sexual como la forma final de «conocimiento» personal. Él era a la vez en su gratuidad el inicio del misterio supremo: una persona surgiendo de aquel amor. En este orden el cambio ha afectado al propio lenguaje: «hacer el amor», lejos de significar un acto físico puntual, sin un antes preparador y un después acreditador, hasta la revolución sexual del siglo XX equivalía a cortejar a una mujer hasta lograr su aquiescencia y la de su familia, ganarse su consentimiento y entregarse.
Hay otros dos grandes campos en los que esta dilación activa, que aguarda y trabaja, ha mostrado ser esencial: la creación intelectual y la vida eclesial. Rilke, en su Carta a un joven poeta, le recomendaba aguardar, no escribir sin más ni más, contar con la paciencia de madurar hasta que la flor de su almendro interior anunciase una primavera, que siempre tarda, pero luego es tan bella cuando llega. Congar, en su libro clásico, enumera como tercera condición de la verdadera reforma en la Iglesia: «La paciencia: el respeto a las demoras», y junto al aprecio por Hans Küng muestra cómo su error es olvidar que la verdad llega con pasos serenos y que no se deja imponer. El elogio de las demoras es lo contrario de una incitación a la pereza. Esta es un pecado capital y su virtud contraria es la diligencia. Diligencia que es amor y empeño, aguardo y espera activa. La aceleración desemboca en desilusión y fracaso: dar al hombre tiempo, como Dios nos lo da a cada uno, es el primer imperativo de humanización y la condición de la libertad y felicidad verdadera.
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