No debe de existir nada más contagioso que un hombre que vive. Por eso ante el mito de Steve Jobs hoy la prensa y la televisión se han inundado de ríos de palabras y consideraciones que con toda probabilidad son las mismas que escucharemos entre las miles de personas reunidas en los Apple Store de todo el planeta.
Se rinde homenaje al genio que nos ha donado una nueva forma de disfrutar del mundo (prácticamente nos la ha metido en el bolsillo); al hombre que ha encarnado el sueño americano (no le detuvo ni el abandono de su madre, ni los fracasos universitarios y, menos aún, los despidos laborales); al manager que en treinta y cinco años hizo de Apple un imperio (de 300.000 millones de dólares).
Y sin embargo, sea Jobs el nuevo Leonardo o el nuevo Einstein, lo que en el fondo conquista a todos es esa inusual firmeza que el creador del mundo Mac nos demuestra en el visitadísimo discurso de graduación de 2005 en la Universidad de Stanford. Es algo que no se puede reconducir a la retórica del self made man o del gurú del éxito, sino que nace de la combinación de dos factores tan explosivos como raros: un deseo irrefrenable y la idea de que la realidad es positiva. El lema de Jobs, y no hay pluma que hoy no lo trascriba, "sigue hambriento, sigue siendo un loco" nace de aquí, no es el sueño de un loco, es el camino que él ha recorrido y que le hizo decir en aquel junio californiano: "Tenéis que buscar lo que amáis y amar lo que hacéis. Si todavía no lo habéis encontrado, seguid buscando". Esto es lo que hace a Jobs tan grandioso a nuestros ojos de comunes mortales: en él vemos la posibilidad de recuperar el deseo del que nuestro corazón está hecho y que hace que la vida sea vida. Pero cuando se encuentra un hombre tan especial, tan raro y este hombre muere, se encuentra una profundidad que permanece inexplorada. La muerte de Jobs ha provocado un despertar general, todos se han sentido incómodos: jefes de estado, estrellas del pop, las firmas más prestigiosas del periodismo y todo el mundo dice que, tal vez, vale todavía la pena vivir, luchar y cambiar este mundo. Pero esta muerte despierta una pregunta total. Ante la palabra fin ¿en qué se convierte ese deseo intenso? ¿A dónde nos conduce nuestro “seguir siendo locos”, frente a una vida que acaba? ¿O somos una pasión inútil como sostenía Sartre en “El ser y la nada”?
Jobs fascina a todos porque ha sido osado, siempre y de nuevo. Pero entre los que hablan de él hoy, parece que nadie o casi nadie osa mirar a la cara su muerte y el duelo más profundo entre el corazón y la realidad. Es un hombre que "ha cambiado el mundo", pero no nos preguntamos en qué consiste la vida de este mundo. La nuestra. Si encontrásemos a alguien con el valor de preguntárselo hoy, en medio de tanto reconocimiento público, habríamos saldado la deuda con el hombre que ha transformado nuestro tiempo: porque la nuestra no es gratuidad si no se afronta su vida completamente.
No sabemos cómo el inventor de Apple vivió su verdadero último día, él que vivía todos como si fuera "el último". Pero él decía que la muerte es parte de la vida, es más "es posiblemente el mejor invento de la vida". Él la miraba a la cara y nosotros no podemos olvidarnos de esto. La miraba a la cara y con perspectiva: para Jobs era "el agente de cambio", un puntito entre los demás, pero no como los demás. Los "puntitos" como los llamo en Stanford, las miríadas de hechos de la vida aparentemente disociados entre ellos: "tenéis que tener confianza en que de cualquier forma, en el futuro, los puntitos se podrán unir" le dijo a aquellos jóvenes. "Y no podréis conectarlos mirando hacia delante, sólo mirando hacia atrás". La perspectiva que ha hecho posible toda la energía de su vida. Esta firmeza con la que hablaba y actuaba era la prueba de que esos puntitos no eran la visión de un loco soñador. Sino pasos reales hacia un punto que los conecta todos. Sin el cual no existirían.
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