“Yo ya soy un viejo, un monje dedicado a la oración y nada más”. Así respondía Benedicto XVI a finales del pasado noviembre a la invitación (mitad en broma, mitad en serio) con la que el Patriarca Sako, cabeza de la Iglesia caldea, le invitaba a visitar Iraq. El anciano monje sigue asido a la cruz en el recinto de San Pedro, tal como dijera en su despedida, consciente de que esa es ahora su misión, y no pequeña. Quienes han podido verle recientemente hablan de esa “luz” que irradia con su serena paz, con la certeza tranquila de que, como dice Miguel Mañara en la obra de Milosz, “todo está donde debe estar y va donde debe ir, según una sabiduría que, gracias a Dios, no es nuestra”. Quizás la palabra luz sea la más adecuada para hablar de él: luz del entendimiento (como diría Dante) pero luz cálida que penetra en lo profundo del corazón hasta hacerle tocar el núcleo de la esperanza.
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