Desde el pasillo se escucha claramente un altercado con voces de alumnos y profesores en el aula de 4ºA. Voy camino de mi departamento y me detengo porque la profesora de matemáticas siempre tiene jaleos en la clase y suelo ir a echarle una mano.
Esta vez el problema es gordo. La profesora desde su sitio y el profesor de guardia junto a ella están conminando a un alumno para que salga de la clase porque ha sido expulsado del aula. Al entrar, veo que el alumno en cuestión, Eduardo, sigue sentado en su pupitre y repite continuamente que es una injusticia y que él no sale de allí. El asunto es feo. Se está jugando la expulsión del Instituto. Pido permiso a los profesores que están en el aula y me dirijo a Eduardo: «¿Puedes salir conmigo, por favor?». Nos miramos a los ojos y, tras un instante donde todos contienen la respiración, Eduardo se levanta y se dirige a la profesora de matemáticas y al profesor de guardia: «Es una injusticia pero yo salgo porque me lo pide él». Se refería a mí.
Al día siguiente en la clase de 4ºA hablo de lo sucedido. Delante de todos, que confirman que era inocente de lo que se le acusaba, le pregunto a Eduardo: «Entonces, ¿por qué saliste cuando yo te lo pedí?». Me responde: «Porque es distinto si usted me lo pide». Le digo a todos: «¿Comprendéis?». Silencio. «Se ha movido fácilmente, cuando ni el mismo Director con la policía lo hubiera conseguido. ¿Por qué?». Silencio. «Porque ha empezado a reconocer una autoridad de hecho. Empezáis a seguirme porque en la relación conmigo vuestro “yo” se siente por primera vez comprendido y tomado en serio. Cuando esto ocurre, esa persona se convierte en autoridad para nosotros, aunque no tenga ningún poder. En la medida que este seguimiento se dé, os sorprenderéis obedeciendo con alegría a cualquier otro profesor, aunque en ocasiones lo que diga sea “injusto”».
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