Después de asistir en la Capilla Sixtina al encuentro de Benedicto XVI con los artistas, el padre Rupnik vuela hasta Madrid para participar en la velada cultural del XI Congreso Católicos y Vida Pública. Hablamos con él en la Capilla del Colegio San Pablo-CEU, mientras nos disponemos a celebrar el misterio de la Encarnación
Se produce un gran silencio desde las primeras palabras del testimonio del P. Rupnik. Todos “le miramos hablar”, mientras dice: «Cristo es la belleza. Es difícil encontrar en el pensamiento moderno un pensamiento cargado de vida. Hay mucha abstracción. Se considera que lo abstracto es más puro. Grave error». Y continua: «El valor de un pensamiento se ve en su relación con la materia. Un pensamiento encarnado es un pensamiento que se ha hecho belleza. La ausencia de belleza demuestra la impotencia de la idea». En nosotros, que le escuchamos, surge el deseo de volver a verle. Así es como me encuentro con él en la capilla del Colegio San Pablo, ante el espléndido mosaico recién terminado por el taller del Centro Aletti. La obra, al igual que el autor, me induce al silencio.
Padre Rupnik, la otra noche dijo usted que la forma del pensamiento cristiano no es abstracta, sino encarnada. Nos preparamos para vivir el misterio de la Encarnación, la Navidad…
Con respecto a la Encarnación, me impresiona mucho el hecho de que Dios tiene una visión de la creación, la crea con la Palabra. Y luego en esta creación permanece una unidad orgánica entre la visión que Dios tiene –y su Palabra que crea– y lo creado. Para mí esto quiere decir que la visión de Dios es esta unidad. Es como si tú haces ese ramo de flores; antes de hacerlo tienes una visión, pero cuando lo haces esta visión ha pasado ahí dentro, y al mismo tiempo permanece en ti. En esto consiste la sabiduría divina. Yo creo que el mundo es creado para esta unidad amorosa, esponsal, con el Creador.
El pecado destruye esta comunión, destruye ese abismo de la libertad que está dentro del amor y destruye esta unión con el Señor, establece un cisma muy hondo. El hombre de hoy piensa que, al no considerar la materia sino las cosas abstractas, se acerca más a Dios. Se trata de una ilusión nefasta.
Primero la creación. Y luego la redención. Siempre me asombra que Dios se haya hecho hombre, que haya nacido como un niño al que ponen en un pesebre. Algunos Padres de la Iglesia, por ejemplo los Padres Capadocios, consideran el pesebre como símbolo del pecado que nace de la pasión. El pecado suscita un estado pasional que te ata, te hace volver siempre al error. Pero yo creo que nadie peca por pecar; todos pecamos porque pensamos que haciendo eso ganamos algo, creemos que nos irá mejor. Nos sucede como a los animales: comen, se dan una vuelta, y luego vuelven al pesebre esperando encontrar algo para ellos.
Entonces, conmovido por esta situación del hombre, Dios se recuesta en un pesebre. Es decir, Dios no se deja encontrar en la cima de nuestras abstracciones o de nuestras presuntas perfecciones, sino que se deja encontrar en las entrañas de nuestro pecado, porque el hombre vuelve siempre al pecado, porque siempre espera que allí podrá encontrar algo para sí mismo. Y como para el hombre la imagen original del pecado está ligada al árbol del Edén, Dios desciende, se abaja y se deja clavar en el árbol de la cruz, para que pudiésemos verle de verdad, porque habíamos fijado nuestra mirada en aquel árbol del Paraíso. En la Encarnación, Dios se convierte en este alimento en el pesebre y en este fruto clavado en el árbol de la cruz. Un fruto, como dicen los Padres de la Iglesia, mucho más resplandeciente, extraordinario y maravilloso que la obra de la creación. Este es el marco en el que yo me pongo en camino en el Adviento.
La Encarnación per Mariam…
Se nos ha concedido este privilegio, mejor aún, esta gracia que vivió una mujer única: una mujer virgen y madre pudo tejer con su sangre, con su carne, el cuerpo del Verbo. Este hecho debe llenarnos de un asombro inmenso, increíble.
¿Qué quiere decir esto? Eva escuchó por el oído y, como dice Efrén el Sirio, por el oído se vertió el veneno. Y María escucha el anuncio del ángel: por el oído entró la salvación. Los hombres no podemos vivir más que bajo el ejemplo de estas dos mujeres, es decir, confiando nuestra vida a un anuncio, a una inspiración: si es equivocada, sobreviene la catástrofe, la desesperación; si es justa, se produce la santificación. ¿Cómo sabemos que es justa? Porque nuestra vida, poco a poco, se convierte en un rasgo del retrato de Cristo.
A propósito de la Encarnación, ha dicho que la fe subvierte la afirmación de Hobbes. Usted pudo decir en su testimonio: Homo hominis Christus.
La Encarnación confirma que dentro de la realidad se encierra una realidad más profunda. Marta de Betania descubre en el Maestro al Hijo de Dios. Si Cristo asumió nuestra naturaleza humana, más aún, asume nuestra misma carne con el Bautismo, entonces la contemplación consiste en ver en el otro, al igual que en nosotros mismos, la presencia de Cristo. Pero es verdad también lo contrario: si te acercas al otro con misericordia, tocando al otro con caridad, se resucita, se despierta la presencia de Cristo en el otro. La visita de María a Isabel es en realidad el encuentro entre dos hombres interiores, y cuando esto sucede lo humano salta de alegría. No está mal, ¿no?
Me gustaría pedirle que comentara la frase de don Giussani elegida para nuestro manifiesto de Navidad.
Es una frase de gran belleza. Contesta a ese pensamiento tan difundido de que somos cristianos sólo con las ideas. No, hace falta Cristo. No bastan las ideas. Creo que estamos pagando un cierto peaje a los agnósticos o a los racionalistas de distinta especie, que como los ilustrados piensan que si el hombre llega a tener ideas buenas, conseguirá ser bueno. Esto no es verdad. Soloviev dice algo grande relacionado con esta afirmación de Giussani. El hombre conoce el bien, conoce hasta cierto punto también a Dios, pero ama una cierta imagen de sí mismo. Entonces, ¿qué conocimiento es éste? Es pura abstracción, una pura hipótesis intelectual. O bien, nuestra voluntad consigue aferrar el bien y también desearlo, pero no consigue hacerlo porque no somos buenos. Entonces, dice Soloviev, la última etapa de nuestra voluntad es la de hacer un sacrificio espiritual y ofrecerse a Aquel que no sólo quiere el bien, sino que lo posee y, por tanto, lo puede hacer. Cuando Tolstoi escribía sus comentarios al evangelio de Mateo, decía: “¡Qué bonito sería si se viviese como está escrito ahí!”, y Soloviev responde: “Esto sería el Anticristo”. Es decir, no es posible vivir el evangelio como si fuese un libro lleno de ideas arrojado desde el cielo que hay que traducir y poner en práctica. El evangelio no es un plan quinquenal. Tenía que descender el mismo Señor y encarnarse para responder al Padre y, de esta forma, salvarnos. Cuidado, nosotros no somos una religión del Libro, ni siquiera de las Escrituras; para nosotros la acogida de la revelación está clara: el Verbo, la Palabra tiene un rostro. No podemos sustituir las grandes nociones de la fe con conquistas intelectuales, porque no nos interesan mucho los valores y las ideas si no están encarnados en el rostro de Cristo.
También está esa manía de que conseguiremos hacer cristianos a base de conferencias, de explicaciones… No. Uno se hace cristiano con la muerte y resurrección del Bautismo. No se puede llegar a ser cristiano sin morir y resucitar con Cristo. Es necesario redescubrir cada vez más el Bautismo como un evento de muerte y resurrección: muere la vida que nos ha dado nuestra madre y nace una vida que está ligada a la sangre de Cristo, no a la sangre de los padres. Viviendo en serio esta vida de Cristo, ella absorbe de inmediato la carne que nos han dado nuestros padres. ¡Esto es una gracia extraordinaria!
Hay quien dice que debemos pedir a los no creyentes que vivan como si creyeran: esto es grave porque, ¿cómo se puede vivir como un hombre nuevo sin serlo? No podemos reducir a cero el misterio. Esto es también lo fascinante del momento que vivimos.
Ha citado usted un Congreso Teológico sobre la ecología en el que usted intervino diciendo: «yo empiezo donde vosotros termináis vuestras reflexiones, porque el cristianismo no puede ser sólo “nosotros debemos… nosotros hacemos”; esto es marxismo, moralismo, no cristianismo». Por desgracia esta es una cantinela que se repite demasiado, incluso en las comunidades cristianas, ¿no le parece?
Me temo que sí. Nos hemos dejado fascinar por esa moda de los valores. De alguna forma nos hemos contentado con hacer del cristianismo una cuestión cultural, en un sentido muy superficial.
Cuando daba clase de religión en un instituto de Gorizia, una vez me pidieron que preparara con los chavales la representación de Navidad. Entré en clase y escuché: debemos ser amigos, debemos escucharnos, debemos, debemos… Yo dije: “Mirad, chicos, vamos a ver qué se ha dicho en estos últimos quince años. Es siempre lo mismo. ¿Hay algún cambio?”. Respuesta: “No”. Entonces: “¿Por qué hacemos lo que no sirve para nada?”. Luego me senté en la cátedra y dije: «¡Quién sabe lo que pensaría san Juan cuando escribió de corrido: “Sin mí no podéis hacer nada”». Y se hizo un gran silencio.
Yo creo firmemente en esto. Con el hombre viejo no puedes hacer el hombre nuevo, no puedes recoger uvas en las zarzas. El hombre viejo vive salvándose a sí mismo a toda costa; el hombre nuevo vive al modo de Cristo, es decir, ofreciéndose a sí mismo. Hay un cambio radical, como escribe san Pablo. Esta criatura nueva nace del Bautismo.
En su testimonio dijo usted que “la verdad sin belleza es ideología”. Por la mañana, Benedicto XVI se había dirigido a los artistas y, citando a Pablo VI, había dicho que el lenguaje de la Iglesia resultaría “balbuciente” sin la belleza.
El discurso de Benedicto XVI ha sido muy claro. Ha subrayado la amistad no tanto entre la Iglesia y el arte, que sería un concepto abstracto, sino entre la Iglesia y los artistas, que son personas. Él ha insistido justamente en esto.
El Papa no se ha detenido en los aspectos problemáticos, en las provocaciones del arte contemporáneo. Se ha centrado en lo que le apremia: el arte verdadero, la belleza verdadera. Con citas preciosas se ha referido al arte verdadero como aquel que de algún modo une al Misterio. Esta insistencia en el Misterio me parece algo acertadísimo. El arte contemporáneo ha sufrido los límites de una cultura esquemática, intelectualista y legalista, y necesitaba este desahogo. Entonces Benedicto XVI llega a la Capilla Sixtina y habla de Misterio, en donde hay espacio para el diálogo, el encuentro, el amor, la libre adhesión… ¡Esto del Misterio es algo realmente necesario! Porque, o el hombre reconoce y vuelve a considerarse en última instancia como misterio, o bien nos convertiremos en una mercancía que se utiliza para cualquier cosa.
Existe, además, un aspecto teológico más preciso que me parece bastante importante: el de la unidad de la verdad y del bien, que se manifiesta en la belleza. A este propósito a citado a Balthasar. Florenskij también lo expresa magníficamente: la verdad revelada es amor, y el amor realizado es la belleza. Me parece muy importante fijar un punto seguro, poner una piedra angular: cuando nosotros hablamos de belleza, no hablamos ni de idealismo, ni de romanticismo, ni de cosmética; hablamos de cosas serias. Y esto el Papa lo ha hecho extraordinariamente.
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