Uno de los decanos del periodismo deportivo italiano, Gianpaolo Ormezzano, siempre dice que «el deporte es malo». No se refiere a las carreras matutinas por el parque, ni a los largos en la piscina para recuperar la forma perdida, ni a la cinta para correr en casa. Habla del deporte de alto nivel, del profesional, que no es sólo cuestión de dinero. No se refiere sólo a los que ganan cifras enormes, como los futbolistas, tenistas, pilotos de Fórmula 1. Habla de una profesión que absorbe todos los momentos de la existencia y que se puede convertir en el “trabajo” más deshumanizador que existe, aunque esté bien remunerado y lleve a la gloria, cuando lo hace. El deporte deja sin aliento al yo antes y después, tanto cuando uno está activo como cuando está al final de una carrera. Pero también es malo físicamente.
En los años noventa, conocí a un defensor de las ideas de Ormezzano: Silvio Smersy. Creció con los juveniles del Inter y cuando terminó su carrera se estableció en Parma. Una mina de anécdotas e historias, frecuentaba el star system y se había inventado una dieta infalible: encerrarse en el coche en pleno verano para perder peso. «Con el calor y las ventanillas cerradas, el coche es como una sauna». Silvio decía que el balón, de tanto golpearlo con la cabeza, te podía volver idiota. Lo que es seguro es que no debe ser bueno. «De hecho, de todos los jugadores, los atacantes son los más estúpidos», afirmaba.
Más allá de estas anécdotas, lo peor del deporte es cómo distorsiona la propia existencia. Nosotros mitificamos, como si de héroes griegos se tratase, a los campeones que nos fascinan, pero ellos también son frágiles, también sufren, y también tienen su talón de Aquiles, a pesar del éxito y la seguridad. Ese talón de Aquiles es la soledad, fruto de la deshumanización de lo que hacen.
El deporte, de entre todos los ámbitos de la existencia moderna, es aquel donde se pierde la juventud, pues exige renunciar a las noches con amigos, a una vida “normal”, a una alimentación libre. Para ocultar el vértigo que pueden sentir sus protagonistas, éstos se ven obligados a ponerse una máscara, a interpretar un guión ya escrito.
Recientemente ha desvelado su historia como víctima del deporte de alto nivel el nadador australiano Ian Thorpe, ganador de ocho medallas olímpicas, cinco de ellas de oro. Tras las Olimpiadas de Atenas 2004, decidió tomarse un año sabático. Estaba saturado, pero nadie comprendió qué había detrás de esa saturación hasta que, hace un mes, se publicó su autobiografía. «Llegué a pensar en lugares y modos de quitarme la vida pero luego siempre renunciaba a ello, al darme cuenta de lo ridículo que habría sido. ¿Podía suicidarme? Hubo días en mi vida que todavía tiemblo cuando los recuerdo. Me dan escalofríos».
Como escalofríos sentimos nosotros al medirnos con estas frases que Gigi Buffon ha escrito en su autobiografía: «Hay momentos en que sientes nostalgia de la normalidad, la buscas como una flor preciosa. Momentos en que todo lo que tenías parece caer, absorbido de repente en un agujero negro del alma. Hay momentos en que ciertas frases que siempre habías recibido con fastidio o con una cierta sonrisa de autosuficiencia se hacen verdaderas, dolorosamente verdaderas. Y no consigues librarte de ellas».
No es odio al deporte, sino incapacidad para vivirlo plenamente, es decir, para vivir plenamente la existencia. Sin embargo Buffon, en aquel periodo, entre 2003 y 2004, siguió jugando, sonriendo ante las cámaras, concediendo entrevistas, como si aquello que le devoraba por dentro no existiera. Es el mismo grito de Andre Agassi en Open, un libro precioso que escribió hace tres años. Como en el caso de Thorpe y Buffon, muestra el malestar y sobre todo la fragilidad de quien está obligado a ser “el campeón”, que a pesar del dinero, los coches, las mujeres, las suit presidenciales, no encuentra el significado de lo que hace y se halla desnudo e impotente. Hasta el punto de escribir, como hizo Agassi: «Odiaba el tenis».
El deporte no da lo que tú deseas, pero puede suceder que no te des cuenta de ello mientras vives inmerso en esa vorágine de acontecimientos. Puede suceder que la revelación de todo esto que late en el propio ser llegue cuando todo acabe, cuando se cuelguen las botas. Así ha sucedido con dos grandes campeones, dos futbolistas a los que se podría calificar con justicia como “cultos”. Y aun así, Agostino Di Bartolomei, como relatan Giovanni Bianconi y Andrea Salerno en su libro L'ultima partita (El último partido), el 30 de mayo de 1994 se disparó en la terraza de su casa en el mar, y Gianluca Pessotto, la mañana del 27 de junio de 2006, saltó desde un tejado de la sede de la Juventus en Turín. Llevaba en las manos un rosario. Quizá fue esto lo que le salvó. En el libro La partita più importante (El partido más importante) Pessotto escribió: «Ha desaparecido la angustia que me comía por dentro y me impedía incluso respirar. Ha desaparecido el miedo al futuro y a la muerte. Me siento liberado de un peso enorme: ha sido un viaje por el país del dolor».
No se refiere sólo al salto y a la larga estancia en el hospital. Habla sobre todo de lo que había sucedido antes, cuando todo carecía de perspectiva, cuando la vida había perdido su atractivo por alguna razón. Del fin de su carrera futbolística, de los problemas con su mujer. Todo eso, y quién sabe cuántas cosas que quizá calla por vergüenza, testimonian que también el mundo del deporte, y el del fútbol en particular, es un mundo poblado de seres humanos que luchan, como todos nosotros, con las preguntas sobre el sentido de la vida. Preguntas a las que uno no puede escapar. Una lucha, en definitva, con el sentido religioso.
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