La película de Paolo Sorrentino La gran belleza no se trata, como muchos han dicho, de un film sobre la Dolce vita romana: es ante todo un film sobre la crisis. Es más, si la crisis financiera no es más que el síntoma de una crisis de la persona, La gran belleza es una de las películas que con más dramaticidad dirige su mirada a la tremenda emergencia humana de nuestro tiempo.
Resulta curioso que los defectos que muchos críticos han señalado en el film sean en último término problemas que se pueden identificar en el hombre de hoy: falta de unidad, episodios desligados y sin nexo, ausencia de una verdadera historia narrativa, personajes poco desarrollados, incapacidad para que la relación con la belleza pueda superar el impacto de la mera sugestión y convertirse en historia.
La miseria de la vida
La mundanidad romana, para muchos el tema central del film, no es más que el “correlativo objetivo”, una cadena de hechos y situaciones que sirven para evocar una condición existencial: en este caso, la figuración de una vida reducida a su arrastre mecánico. No es una representación de lujo, sino de miseria. Un mundo que dice de sí: «Todos estamos al borde de la desesperación», no es un mundo caracterizado por la riqueza. Al contrario, usa la riqueza para distraerse de una existencia deshumanizada y dolorosa. No es la mundanidad la que puede convertirse en una trampa, sino la propia vida.
En este mundo perdido, confuso, extraño a sí mismo, se mueve el protagonista, Jep Gambardella, un dandy acomodado, un hombre «condenado a la sensibilidad», un escritor de una sola novela juvenil, El aparato humano, un libro del que todos hablan pero del cual la película sólo ofrece una cita: «Con luces intermitentes, el amor se ha sentado en el rincón. Esquivo y distraído. Por esa razón, ya no toleramos la vida». La única obra de Jep se cierra por tanto con una desilusión y con una herida: el amor no ha sido fiel. No es que no haya estado o existido. Pero ha sido «esquivo y distraído»: no ha mantenido su promesa.
Punto de unión
La película carece casi totalmente de unidad narrativa más allá de la presencia de su protagonista: puede decirse que el relato del film es él mismo, el acontecimiento de este hombre que a veces, cuando mira, ve. Pero sí tiene un punto de unión, y es la aparición del personaje de Ramona (Sabrina Fefilli), una stripper hija de un viejo amigo de Jep: una mujer que parece tener el talento, entre todos los personajes que conoce hasta entonces, de poseer aún una capacidad innata para sorprenderse. Ramona introduce en la vida de Jep un factor nuevo, una fresca imprevisibilidad de la vida. Ella será quien vea el llanto de Jep en el funeral del hijo de su amiga Viola (llanto que él mismo se había prohibido); ella será finalmente quien lleve a Jep del aburrimiento de sí mismo a la experiencia del drama y del dolor reales, de una mirada no apática sino herida.
Pocos parecen estar de acuerdo en que el título no es descriptivo sino más bien “anunciativo”: el objeto descrito nunca aparece en el film. En un diálogo con una viejísima monja que le pregunta por qué, después de su novela de juventud, no había vuelto a escribir un libro, Jep responde: «Buscaba la gran belleza, pero no la encontré». A lo cual la monja pregunta: «¿Sabes por qué como siempre raíces?». «No. ¿Por qué?», pregunta Jep. Y ella responde: «Porque las raíces son importantes». Parecería un chiste si la escena siguiente no indicara un significado, ingenuo pero poderoso, para ese mensaje: Jep en barca (él, que nunca salía de Roma) hacia la isla donde – cuando tenía veinte años – vivió su primer amor con una chica «de inexorable belleza». La escena apunta: «El estupor indescriptible de la primera vez». Es un momento definitivo, en el que la vida aconteció, desvelando la naturaleza de su promesa. Ese “volver a las raíces” no es una regresión hacia el pasado sino un intento de recuperar aquel instante de pureza total, de remontarse a ese «estupor indescriptible» de la primera vez.
El camino de Jep será la verificación de aquel presentimiento juvenil: la pregunta sobre una fidelidad, sobre una felicidad fiel a la vida. Una pregunta sepultada bajo «la charlatanería y el ruido», pero no por ello menos verdadera. Cuando habíamos pensado que la belleza del título era esa belleza extraordinaria de Roma, descubrimos en cambio que no era esa la belleza que el film anunciaba: que todo eso no era más que un signo, un indicio, el sobresalto de una belleza más humana, más «grande», que se intuye, y que despierta una nostalgia que nunca desaparece del todo.
Tesis desmentida
Suponiendo una belleza imposible, reducida a un «truco», la película desmiente su propia tesis: ¿a qué se debe el extraordinario éxito de público, sino al hecho de que la pasión y la nostalgia por la belleza siguen aún latentes en el corazón de los hombres? Una tesis, a decir verdad, también negada desde dentro. Bastaría con leer la traducción de la canción I lie de David Lang, que en la primera escena interpreta un coro femenino en la fuente de Gianicolo: «Sí, él está cerca, la noche está hecha de muchas horas / y cada una es más triste que la siguiente. / Sólo una es feliz: cuando llega mi amado. / Alguien ha llegado, alguien está llamando, / alguien dice mi nombre. / Corro afuera descalza: / sí, ha llegado», como testimoniando que la belleza no ha muerto y la espera no ha terminado.
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