Sus palabras son muy queridas en la Iglesia y en el movimiento. Con Giussani siempre nos invitó a repetirlas. ¿Pero de dónde viene esta tradición? Todo empezó en el siglo XIII, cuando un joven rico...
Estamos en el año 1211-1212. Francisco de Asís está en Arezzo y con sus palabras enciende los corazones de quienes lo encuentran. Un grupo de jóvenes, muchos de ellos hijos de familias nobles y ricas, deciden seguir el carisma de Francisco, adherirse a Cristo y a su humanidad «sin comparación». En la historia del Angelus aparece implicado precisamente uno de estos jóvenes, Benedetto Sinigardi (1190-1282), que tras conocer al santo de Asís «dijo adiós a su padre y a su madre, y a todas las grandes riquezas que abundaban en su casa».
En 1214, Benedetto comienza el camino de obediencia a Francisco, que lo llevará a convertirse en uno de los principales responsables del movimiento con poco más de veinte años. Pero, como «siempre llevó en su corazón el deseo del martirio y consiguió poder viajar a ultramar», en 1220 llega a Oriente Medio para sustituir al propio Francisco y poner las bases de la vida franciscana en los lugares santos.
Benedetto pisa la tiera de Jesús, contempla conmovido el mismo horizonte que vieron los ojos de María, Juan y Pedro. Lo que más le impresiona es Nazaret y Caná, tierras lejanas que Dios eligió para entrar en la historia, gracias a María. Ella permitió que Dios cumpliera su designio entre los hombres. Por eso, desde Oriente Medio, asombrado por las continuas llamadas a la oración de los muezzin, escribe una carta a sus superiores en la que les pide que enseñen, a todas las horas del día y al sonido de las campanas, a alabar a Dios en todos los lugares de la tierra.
Cuando regresa a Italia en 1241, junto a las reliquias, Benedetto lleva grabado en el corazón aquel momento decisivo para la historia del hombre: el anuncio del Ángel. Un hecho que sucedió en el silencio de un lugar lejano y solitario, y que forma parte de su vida cotidiana: «Aquí, precisamente aquí, empezó todo. Aquí Angelus locutus est Marie!». Esta frase se convirtió en la antífona que se canta en el monasterio de Arezzo después de las Completas. Benedetto «repetía y enseñaba las palabras que el arcángel Gabriel dirigió a la Virgen, es decir, la primera parte del Ave María».
La devoción a la Virgen en el convento se hizo tan grande desde su regreso que la costumbre se transmite rápidamente. En 1274 el uso de esta oración ya se ha difundido por toda Europa, tal como lo testimonian muchos documentos: desde Maguncia a Milán, desde Montecassino a Wurzburgo.
En 1288 un estatuto de zapateros de Lodi establecía que debían detener su trabajo «en cuanto suene el primer toque de la campaña del Ave María en el campanario de la Iglesia Mayor de Lodi al atardecer de cada sábado y de cada vigilia de Santa María». Del mismo modo, en Padua, una orden provincial de 1295 aprobó que las campanas debían tocar tres veces en todos los lugares en honor a la Virgen «...y entonces todos los religiosos se inclinarán y dirán tres veces: Ave Maria grazia plena».
En 1318 la Santa Sede, siendo Papa Juan XXII, aprueba esta costumbre y a finales del siglo XIV a esta práctica vespertina se une la del saludo a María por la mañana. Sucede lo mismo en Inglaterra, donde el cardenal de Canterbury aprueba el toque de la mañana por deseo del rey Enrique IV. Mientras San Carlos Borromeo recomienda recitarlo siempre, San Ignacio de Loyola lo lleva hasta España. Hasta que, en 1560, en un catecismo impreso en Venecia, aparece por primera vez la fórmula Angelus Domini nunziavit Mariae.
Con una distancia de siglos, los Papas consolidan la tradición del Angelus. Pablo VI, en la Exhortación Apostólica Marialis cultus, dice: «Nuestra palabra sobre el Angelus Domini quiere ser sólo una sencilla pero viva exhortación a mantener el hábito de su recitación donde y cuando sea posible. Esta oración no necesita ser restaurada. Su estructura sencilla, su carácter bíblico, su ritmo casi litúrgico, que santifica varios momentos de la jornada, la apertura al misterio pascual, por el cual, mientras celebramos la Encarnación del Hijo de Dios, pedimos ser conducidos por su pasión y su cruz a la gloria de la resurrección, hacen que, a pesar de los siglos, conserve su valor intacto».
Con la misma devoción, Juan Pablo II hizo del Angelus el momento de encuentro dominical con los fieles en la plaza de San Pedro. El 23 de mayo de 1993, cuando rezaba ante la tumba del beato Benedetto Sinigardi, en la basílica de San Francisco en Arezzo, el Papa Wojtyla dijo: «Resulta siempre muy sugerente esta parada a mitad de la jornada para un momento de oración mariana. Hoy lo es de un modo singular, porque nos encontramos en el lugar donde, según la tradición, nació la costumbre de rezar el Angelus Domini». Hoy también Benedicto XVI continúa esta tradición, reconociendo en la esencialidad del Angelus la potencia de la memoria. Que nos recuerda cómo y cuándo sucedió un hecho. El contenido de la esperanza del hombre.
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