Eran años feroces, como siempre son cuando uno quiere escribir y es muy joven. Mi padre me llevó a una feria de libros usados, compró uno, me lo dio. Leí: “Nunca más deberás tomar en serio las cosas que no dependen sólo de ti. Como el amor, la amistad y la gloria”. Leí: “Haber escrito algo que te deja como un fusil disparado, aún sacudido y humeante, vaciado por entero de ti”. Era el diario de Cesare Pavese y, después de leerlo, nada fue igual. No porque el libro haya solucionado algo —era el libro de un suicida— sino porque me hizo entender cosas —de mí, de la escritura: de los peligros que anidaban— que yo, que vivía incautamente entregada a las mandíbulas de ese animal salvaje que éramos la vocación y yo, no había entendido.
Conocí a Ricardo Piglia hace algunos años. Una vez coincidí con él en México, donde perdimos un avión. Era lunes. Durante todo ese día, en medio de paseos bizarros, Piglia me dijo cosas. Sobre la vida, sobre la escritura: cosas. Después de eso, nada fue igual. Hay días así, y uno los atesora como si guardara un rayo dentro de un cofre...
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