Señor embajador: Me alegra recibirlo, excelencia, y acreditarlo como representante de la Comisión de las Comunidades Europeas ante la Santa Sede. Le agradezco que exprese a su excelencia el señor José Barroso, recientemente reelegido presidente de la Comisión, mi cordial enhorabuena y mis mejores deseos para él y para el nuevo mandato que le ha sido encomendado, así como para todos sus colaboradores.
Este año Europa conmemora el vigésimo aniversario de la caída del muro de Berlín. Quise celebrar de manera especial este acontecimiento visitando la República Checa. En esa tierra, que sufrió bajo el yugo de una dolorosa ideología, pude dar gracias por el don de la libertad recuperada que ha permitido al continente europeo recobrar su integridad y su unidad.
Usted, señor embajador, acaba de definir la realidad de la Unión Europea como «una zona de paz y de estabilidad que reúne a veintisiete Estados con los mismos valores fundamentales». Se trata de una acertada presentación. No obstante, es justo observar que la Unión Europea no se ha dotado de estos valores, sino que más bien esos valores compartidos llevaron a su creación y fueron la fuerza de gravedad que atrajo hacia el núcleo de los países fundadores a las distintas naciones que posteriormente se adhirieron a ella a lo largo del tiempo. Esos valores son el fruto de una larga y sinuosa historia en la que –nadie puede negarlo– el cristianismo ha desempeñado un papel destacado. La igual dignidad de todos los seres humanos, la libertad del acto de fe como raíz de todas las demás libertades cívicas, la paz como elemento decisivo del bien común, el progreso humano –intelectual, social y económico– como vocación divina (cf. Caritas in veritate, 16-19) y el sentido de la historia que de ello deriva son otros elementos centrales de la Revelación cristiana que siguen modelando la civilización europea.
Cuando la Iglesia recuerda las raíces cristianas de Europa no busca un estatuto privilegiado para sí misma; quiere hacer memoria histórica recordando ante todo una verdad –que cada vez más pasa en silencio–, es decir, la inspiración decididamente cristiana de los padres fundadores de la Unión Europea. Más profundamente, desea manifestar también que la base de esos valores procede principalmente de la herencia cristiana que todavía hoy los alimenta.
Esos valores comunes no constituyen un conglomerado anárquico o aleatorio, sino que forman un conjunto coherente que se ordena y se articula, históricamente, a partir de una visión antropológica determinada. ¿Acaso Europa puede omitir el principio orgánico original de estos valores que han revelado al hombre tanto su eminente dignidad como el hecho de que su vocación personal lo abre a todos los demás hombres con los que está llamado a constituir una sola familia? Dejarse caer en este olvido, ¿no es exponerse al riesgo de ver que esos grandes y hermosos valores entran en competencia o en conflicto unos con otros? O bien, ¿esos valores no corren el peligro de ser instrumentalizados por individuos y grupos de presión deseosos de hacer valer sus intereses privados en detrimento de un proyecto colectivo ambicioso –que los europeos esperan– que tenga como preocupación el bien común de los habitantes del continente y de todo el mundo?
Numerosos observadores, pertenecientes a horizontes muy diversos, ya han percibido y denunciado este peligro. Es importante que Europa no permita que su modelo de civilización se deshaga, palmo a palmo. El individualismo o el utilitarismo no deben sofocar su impulso original.
Los inmensos recursos intelectuales, culturales y económicos del continente continuarán dando fruto si siguen siendo fecundados por la visión trascendente de la persona humana, que constituye el tesoro más valioso de la herencia europea. Esta tradición humanista, en la que se reconocen muchas familias a veces con maneras de pensar muy diferentes, hace a Europa capaz de afrontar los desafíos del futuro y de responder a las expectativas de la población. Principalmente se trata de la búsqueda del justo y delicado equilibrio entre la eficiencia económica y las exigencias sociales, de la salvaguardia del medio ambiente y, sobre todo, de la indispensable y necesaria defensa de la vida humana desde su concepción hasta la muerte natural y de la familia basada en el matrimonio entre un hombre y una mujer. Europa sólo será realmente ella misma si sabe conservar la originalidad que ha constituido su grandeza y que puede convertirla, en el futuro, en uno de los protagonistas principales en la promoción del desarrollo integral de las personas, que la Iglesia católica considera el único camino para poner remedio a los desequilibrios presentes en nuestro mundo.
Por todas estas razones, señor embajador, la Santa Sede sigue con respeto y gran atención la actividad de las instituciones europeas, deseando que éstas, con su trabajo y su creatividad, honren a Europa, que más que un continente es una “casa espiritual” (cf. Discurso a las autoridades civiles y al Cuerpo diplomático, Praga, 26 de septiembre de 2009). La Iglesia desea “acompañar” la construcción de la Unión Europea, por eso se permite recordarle cuáles son los valores fundadores y constitutivos de la sociedad europea, a fin de que sean promovidos para el bien de todos.
Al comienzo de su misión ante la Santa Sede, quiero expresar nuevamente mi satisfacción por las excelentes relaciones que mantienen las Comunidades Europeas y la Santa Sede; y le deseo lo mejor, señor embajador, en el cumplimiento de su noble tarea. Puede estar seguro de que encontrará en mis colaboradores la acogida y la comprensión que necesite.
Invoco de todo corazón la abundancia de las bendiciones divinas sobre usted, excelencia, sobre su familia y sobre sus colaboradores.
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