¿El Concilio Vaticano II? Massimo Borghesi no tiene ninguna duda. Una sola palabra basta para definirlo adecuadamente: evento. Estamos en Padua, en un encuentro organizado por la Asociación Cultural Rosmini y moderado por el vaticanista Gianni Valente, en el que, además del profesor de Filosofía Moral de la Universidad de Perugia, participa también el cardenal argentino Jorge María Mejía, de 89 años, testigo directo del Concilio, donde participó como representante del episcopado argentino.
¿Por qué un evento? «En el pasado, los Concilios surgían por la presencia de graves errores doctrinales que había que corregir», explica Borghesi. «Con el Vaticano II se trataba sobre todo de cerrar un periodo histórico de oposición y contraste entre la Iglesia y el mundo moderno, y afirmar un cristianismo que mira a la historia de un modo positivo, no por irenismo acrítico sino porque confía en Dios». Un giro de tuerca que se nota no tanto en la Gaudium et Spes sobre las relaciones entre la Iglesia y el mundo contemporáneo, sino sobre todo en dos textos digamos menores que – a juicio incluso del propio Ratzinger – representan los auténticos puntos de no retorno, la Dignitatis Humanae sobre la libertad religiosa y la Nostra Aetate sobre las relaciones con las demás religiones, particularmente el judaísmo.
Hoy resulta casi imposible entender por qué hablar de temas como la libertad religiosa era tan delicado y candente en aquel momento. «Pero debemos tener en cuenta», explica el filósofo, «que sólo un siglo antes se había publicado el Syllabus, que condenaba la libertad de palabra, conciencia y opinión». De ahí el intento que caracteriza toda la primera mitad del siglo XX de construir la ciudad de la fe, la fortaleza cristiana, sobre la base del ideal medieval, por ejemplo con la filosofía neoescolástica. Pero – como siempre – el Señor habla a través de la historia. Para defender la libertad religiosa, por ejemplo, hubo también obispos de la Iglesia perseguida por el comunismo del régimen soviético.
Es conmovedor, apunta Borghesi, el hecho de que la Iglesia salga al encuentro del hombre moderno y de sus exigencias de libertad volviendo a las raíces, a los primeros siglos, a los Padres, a la Iglesia de los mártires, «una Iglesia misionera que exigía la libertad de fe, porque la fe es un don de gracia y por eso nunca puede ser impuesta». De ahí esa mirada limpia hacia el hombre contemporáneo, una mirada que, por otro lado, nada tiene que ver con una conciliación ideológica al estilo de Hans Küng entre Iglesia y mundo contemporáneo.
«Fue un Concilio», insiste por su parte, casi como una obviedad, el cardenal Mejía. Fue por tanto una expresión al máximo nivel de la autoridad magisterial de la Iglesia. Por eso el Papa nos invita en el Año de la fe a retomar los textos conciliares y otros dos documentos que fueron fruto de aquel encuentro: el catecismo de la Iglesia católica y el compendio de la Doctrina social. Y mientras habla de sus encuentros con su antiguo compañero de estudios Karol Wojtyla, con el primado de Polonia Stefan Wyszynski («sus intervenciones impresionaban a los padres, era seguido por todos con un silencio conmovedor») y con nombres como Congar, Laurentin, o el mismo Lefebvre («que suscribió todos los documentos conciliares»), relata multitud de momentos e intuiciones, cuyo alcance sólo hoy se comprende. Como cuando el Concilio, en su declaración Nostra Aetate, para explicar cómo los cristianos se relacionan con las demás religiones, hablaba de la «vocación natural religiosa del hombre»: el sentido religioso. Semillas plantadas en la tierra y que hoy, cincuenta años después, en el Año de la fe convocado por el Papa Benedicto, podrían florecer.
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