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Delibes, a lo lejos

Antonio Muñoz Molina
20/03/2010 - ABC

Miguel Delibes era uno de esos hombres que dan la sorpresa de ser más altos de lo que uno había imaginado. Era más alto en persona y tenía una cara saludable y jovial, con el lustre rojizo de quien pasa mucho tiempo al aire libre, y en cuanto se empezaba a hablar con él se deshacía el malentendido de esa expresión quejumbrosa de las fotografías. Alto y robusto, más colorado por comparación con la palidez de casi todos los demás, lo vi una vez moverse a grandes zancadas por un salón oficial, con una chaqueta de pana, con una corbata de nudo más bien descuidado, mostrando sin apuro su irritación por uno de tantos chanchullos culturales españoles. Estaba hondamente irritado pero se mantenía tranquilo, con la ecuanimidad del desencanto y del sentido común, porque era un hombre cordial al que no puedo imaginarme arrastrado por la bronca española, por la interjección y el mal modo que entre nosotros se confunden tantas veces con la valentía. A Miguel Delibes los escritores más jóvenes habíamos empezado a no leerlo porque nos parecía demasiado español y demasiado castellano, cuando nosotros aspirábamos tan ansiosamente a ser cosmopolitas, pero lo cierto es que en sus actitudes, en su misma presencia, había algo que lo volvía ajeno al modelo de escritor español al que estamos más acostumbrados. En España gustan los personajes chulescos, quizás por un hábito muy antiguo de servilismo al que manda, y la mala educación se considera un síntoma de autenticidad, hasta de recia hombría. En España conviene ser arrogante, porque al que no lo es tiende a mirársele por encima del hombro, y porque es un país pomposo en el que hinchar el pecho y ahuecar la voz gana inmediatas simpatías. En España el desdén sarcástico se interpreta como un signo seguro de inteligencia, y el franco entusiasmo por algo, la abierta admiración, son tan perjudiciales como la llaneza.

En un país así, Miguel Delibes resultaba una anomalía. A nosotros se nos pasó la costumbre de leerlo porque teníamos la aspiración de convertirnos cuanto antes en novelistas anglosajones, pero lo cierto es que quien más se parecía en sus actitudes a un novelista inglés o americano era Miguel Delibes. Miguel Delibes vivía retirado escribiendo y dando largos paseos por el campo. Era escritor porque escribía libros, no porque interpretara el personaje público de escritor a la manera española, a la manera francesa o latinoamericana. España es un país perezoso en el que siempre tienen éxito las coartadas para no leer a alguien. Delibes, se decía, era costumbrista y escribía sobre el campo, y el campo era una antigualla bochornosa para quienes aspirábamos a ambientar nuestras novelas en las grandes metrópolis internacionales: nosotros, que en la mayor parte de los casos no habíamos hecho más viajes al extranjero que los que nos pagaba el Ministerio de Cultura. Si Delibes hubiera sido propenso a los exabruptos de soberbia quizás le habríamos hecho más caso. Pero por no tener ni siquiera tenía una leyenda: no podía decirse que hubiera pertenecido a la cultura antifranquista, no se había exiliado; no circulaban sobre él esas historias de malditismo etílico que tanto contribuyen entre nosotros a cimentar una fama literaria. Miguel Delibes vivía en Valladolid como un funcionario y era padre de familia numerosa. La vejez y la enfermedad lo fueron volviendo discretamente invisible.

Una mañana de sábado, en la quietud algo tibetana de una gran biblioteca universitaria, he repasado alguno de los libros suyos que más me gustaron. El silencio y la lejanía, la rara conciencia de que Miguel Delibes acaba de morir, afilan el recogimiento de la lectura, su cualidad de regreso a un lugar muy querido que uno dejó de frecuentar hace demasiado tiempo. Me gusta ver en la estantería, en el edificio donde hay tantos millones de volúmenes a los que esta mañana casi nadie se acerca, los lomos alineados y familiares, la tipografía y la encuadernación de los viejos libros de Destino, en ediciones que en algunos casos son las mismas que yo leía de muy joven en otra biblioteca mucho más humilde al otro lado del océano. En las cosas que se han escrito sobre Miguel Delibes estos días no ha sido infrecuente un cierto tono de condescendencia: el novelista de la vieja Castilla, el cronista de un mundo rural extinguido, el hombre bondadoso y sencillo. Pero las mejores novelas de Miguel Delibes desprenden un fulgor casi doloroso, en el que la belleza del mundo natural y el desamparo de los inocentes son profanados con mucha frecuencia por la fatalidad que persigue a los que no tienen nada, por la brutalidad de los fuertes, por el cambio de los tiempos, que arrastra por igual lo mejor y lo peor, y que en un país como la España de los años sesenta trajo oleadas simultáneas de prosperidad y devastación. El costumbrismo es una falsificación azucarada de lo singular, de lo aparentemente primitivo. Lo que hay en las grandes novelas de Miguel Delibes no es costumbrismo sino observación meticulosa de las vidas humanas y de los trabajos y las ensoñaciones de la gente común; un oído tan exacto para los nombres de las cosas, de los animales y las plantas, como para los matices del habla. Pero el resultando, siendo tan verídico, tiene el poderío y la originalidad de una completa invención literaria. De quien está cerca Miguel Delibes en El camino, en Las ratas, en Diario de un cazador, en La mortaja, es de Juan Rulfo y de su aspereza alucinada. Pero aunque su Castilla puede ser tan severa y violenta como la Jalisco de Rulfo, también hay en ella, en el modo en que un personaje huele la resina de un pinar en el viento un poco antes del amanecer o ve ascender misteriosamente un búho sobre las ramas de un olivo, una sugestión de paraíso que no se pierde nunca del todo. Y los paisajes campesinos de Delibes no están fuera del tiempo ni al margen de la explotación de unos hombres por otros, ni a salvo de la destrucción que provocan con la misma eficacia la negligencia y la codicia. Quizás no hay tarea más difícil para un novelista que la de mirar el mundo integralmente con los ojos de un personaje y la de dejar a un lado su propia voz y transmutar su escritura en una voz del todo ajena a él mismo. En la novela contemporánea española no hay miradas o voces más verdaderas que las de las criaturas inventadas de Miguel Delibes: un niño asustado por la cercanía de la edad adulta, una criada pobre, un bedel de instituto aficionado a la caza, un retrasado mental, un hombre viejo que va viendo aproximarse el final tedioso de la vida, una esposa provinciana comida por el rencor. En Los santos inocentes, el relato, el habla, el punto de vista, el interior de la conciencia, se funden y se transforman en un solo flujo narrativo, entrecortado de ritmos de poema en prosa.

En el silencio de la biblioteca oigo mi propia voz murmurando unas líneas de Miguel Delibes que se convierten, tan lejos, en una oración funeraria.

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