El paseante se desliza, como sobre un sueño, por la diagonal de la sala en penumbra; se diría en el interior de una bien medida caverna platónica. ¿De dónde le viene esta luz que impregna todo en resinosa neblina de antorchas?, se pregunta a mitad de su trayecto. Lo sabe: del interior del cuadro, del interior de los cuadros: la luz de una red de candelas se cruza en el punto exacto en el cual él se ha detenido, en el epicentro del hexaedro oscuro que perforan las serenas llamaradas de los lienzos.
Museo del Prado, hermético cubo de Moneo, primer piso. Georges de La Tour: ese pintor al que, a lo largo de dos siglos, nadie ha visto. O, más bien, nadie ha sabido que estaba viendo: un nombre desleído bajo el puñado de falsas atribuciones de paternidad que fueron proyectadas sobre sus supervivientes cuadros, demasiado asombrosos. La más ilustre de ellas, la de Hyppolite Taine que, en 1863, atribuye su Recién nacido del Museo de Rennes a un Le Nain en estado de perfecta gracia: «La impresión dominante de este lienzo es que el verdadero pintor es un sencillo creador de cuerpos… Cuanto más pintor es un hombre, más incesante y eternamente se esfuerza en recrear la vida». Pero Taine acierta. Aunque equivoque el nombre. El autor de ese óleo, por primera vez catalogado durante gran terror del año 1794, no ha buscado reproducir nada. Lo ha creado. En el más innegociable sentido del concepto: el teológico. Georges de La Tour, bruscamente recuperado en 1915 por Hermann Voss, es, desde entonces, enigma, entre los más seductores de ese bazar de seducción que es el siglo XVII.
Demasiados son los focos tamizados de luz que atraviesan al paseante, inmóvil en el centro de la sala. Un historiador del arte proponía, mediado el siglo XX, este sencillo experimento: compongamos los objetos, los individuos, los puntos de iluminación en la exacta geometría en que Latour los dispone; y ni una sola de esas sombras, de esos perfiles, se ajustará a los que el lienzo inventa; y, en ese invento de luces y sombras, por igual imposibles, por igual necesarias, es en donde ancla el desasosiego.
Latour es una máquina milimetrada de generar, no realidad, reproducción aún menos o reconocimiento; una máquina de artesanar rigurosa incertidumbre. Porque la luz, en cuya paradoja se ha gestado la metáfora teológica axial de la mística centroeuropea coetánea de Latour, en su Lorena entre dos mundos, el Sacro Imperio y Francia, la Reforma y la Contrarreforma, esa luz es tanto Dios como diablo. Jacob Boehme, zapatero silesio que inventa, por esos mismos años, la lengua poética alemana, lo dará en una fórmula cerrada y enigmática: «En la eternidad, hay una luz y una tiniebla eternas, la una dentro de la otra. La tiniebla es el principio de la naturaleza y la luz es el principio gozoso de la manifestación divina». Pero esa luz abrasa al que no es Dios. Por más que de Dios sea siervo. «Dios habita» –concluye el místico, parafraseando el Génesis– «en una luz a la cual nadie puede acercarse».
El paseante ha salido del epicentro cruzado por la luz de las antorchas. Se ha aproximado ahora al gran lienzo que cubre, completo, un panel de la sala, a su izquierda. Tal vez evoca cómo su primer encuentro con Latour le vino, hace ahora cincuenta años, en una pésima reproducción de este óleo de 137×102 que tiene ahora ante los ojos. De él quedará en su memoria para siempre –o, más que en su memoria, en él– la translúcida, la casi transparente mano de un niño, que hace pantalla para proyectar la luz de su vela sobre el rostro, mapa devastado que horadaron las arrugas, territorio roído por el tiempo y, sin embargo, bello, de un hombre viejo. El carpintero desbasta un taco de madera en el rincón oscuro de su taller; el hijo busca ayudarlo como sólo puede: dando luz a la escena. Y el espectador recuerda lo mala que era aquella reproducción en la que, por primera vez, en el invierno del 67 y al abrigo materno de la Biblioteca Nacional en Madrid, leyó el nombre de Georges de Latour. Y la observación infalible que André Malraux dejaba caer en aquel libro, escrito en 1951, acerca del ignoto pintor de Lorena: «Latour es el único intérprete de la parte serena de las tinieblas».
No hay luz que no ilumine abrasando, se repite. Salvo en la poesía, se escucha susurrar. Salvo en la pintura, la música. Salvo en la oración, tal vez. ¿No son todas los mismo? Piedades inconfesas de la desesperación humana. Es lo que enseñan los místicos, desde luego. Tozudamente. Que no hay luz que no destruya lo que muestra. En este mundo. Porque hacer la realidad visible, es disolverla en el súbito fogonazo que evacúa su misterio. Porque, tras el misterio del mundo, hay sólo una trivialidad desoladora. Eso saben los místicos. Eso repiten. Con la testarudez de aquel al cual fue revelado que nada –nada– hay en el mundo que no merezca el fuego. Pues sólo en Dios la luz se exime de cenizas; no en el mundo. «En Dios», enseñaba Boehme, «subsiste el fuego sin calcinación. No así en la naturaleza, pues en ella ambos son uno».
La pintura de La Tour es el acto teológico mediante el cual dar presencia a la paradoja del oscuro estar del Dios de luz en el sombrío espejo suyo que es la criatura humana. Y esos cuadros dan a la gran teología negativa del siglo XVII su monumento más alto, conceptualmente más alto. José Jiménez Lozano daría razón de ello en en esa obra maestra que son sus Retratos y naturalezas muertas.
Georges de La Tour es, en estos días y en El Prado, la irrupción vertiginosa de lo más primigenio en el animal de sombras que somos, éste sobre cuya acerada superficie, la irisación de una llama de candil tiembla. Más que un pintor, un teólogo: un príncipe de tinieblas. Que, milagrosamente, desemboca en el sosiego.
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