Ainkawa. En la periferia de Erbil, capital del Kurdistán iraquí. Es zona caldea, se habla arameo más que kurdo o árabe. En la iglesia de Saint Joseph, monseñor Bashir Warda, arzobispo de Erbil, y monseñor Nona, obispo de Mosul, nos reciben rodeados de cientos de niños y nos acompañan entre los refugiados yazidís y cristianos que, a millares, pueblan el campo, las escuelas, la propia iglesia. Once mil familias con una media de siete u ocho miembros que llevan meses viviendo amontonados unos a otros, organizados en un milagro de comprensión y acogida por decenas de jovencísimos voluntarios que nos parecen, mucho más que los feroces peschmerga kurdos, la verdadera respuesta ante los locos asesinos del Isis, por la pasión y amabilidad con que tratan a estos desventurados.
Los obispos consuelan incansablemente a su pueblo pero también a los muchos árabes sunitas que han huido del acoso de los yihadistas chechenos, malasios, kosovares o yemeníes que componen esta internacional del terror. Están tristes porque al menos diez familias al día dejan el país para encontrar un futuro acaso en Canadá o en Europa. Familias cristianas.
Aquí enAinkawa se consuma de hecho el último acto de la persecución de los cristianos iraquíes. En Mosul quedaron unos quince, de los que no se tienen noticias. Eran cien mil hasta 2003, 45.000 en Karakoch. Todos han huido. Todos los que consiguieron ponerse a salvo. Tienen los ojos llenos de lágrimas y de dolor, que florece en cambio en grandes sonrisas cuando les decimos que estamos allí para ayudarles, para contar al mundo lo que sucede. Para defenderles.
Las autoridades de la región autónoma kurda sienten también el drama de los cristianos como una herida a su propia identidad. El ministro de interior me dice al despedirse: «Insista al obispo Warda cuando le vea. Que no deje marchar a los cristianos, o será el final de un Iraq federal». De hecho los cristianos, en su mayoría repartidos por la llanura de Nínive, eran una suerte de amortiguador entre sunitas árabes y kurdos. Pero hoy las cosas son muy distintas. Ibrahim es un refugiado de Mosul y su casa ha sido ocupada por vecinos sunitas. Encontraron su teléfono en casa y le llamaron para decirle que ahora vivían en su casa siguiendo las indicaciones de los hombres del Isis. Él respondió: «Si de verdad soy creyentes, cuidaréis mi casa para cuando yo vuelva». Sonríe y me abraza: «Nuestra fe nos dice que la casa de los cristianos es el mundo...».
Los niños nos rodean. Como somos italianos, nos hablan de pizza, de fútbol, del Papa. Es su forma de entrar en relación con nosotros. Luego nos muestran orgullosos los pedazos de mundo que se han construido. En las tiendas, bajo los árboles, sobre un muro donde se apoya una imagen sagrada. Ahí reside la esperanza de gente irreductible, que lleva toda la vida sufriendo y que considera que las razones de lo que sucede son terribles, los motivos políticos, los odios, los rencores... pero nunca inaccesibles al designio de la providencia.
Dan comienzo las reuniones para preparar la ayuda. Llegan los militares que me acompañarán al frente. En Ainkawa los jóvenes de las escuelas que organizan la cena para 50.000 personas, y el reparto de agua y medicinas continúan con su batalla.
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